viernes, 13 de diciembre de 2024

Constitución post-morten

Me he propuesto hablar hoy de la Constitución (hoy, sí: a tiro pasado, para no parecer a la moda, aunque vaya usted a saber en qué momento mis caros lectores leen estas columnas) sin mencionar explícitamente al Sanchupidez, así, entremezclando apellido con la palabra que rima con Sanchéz. No sé si podré.

Tampoco sé si comenzar diciendo lo resignado o lo irritado que me siento de comprobar las inteligencias públicas de nuestros políticos, tan aferrados a la estupidez y la degradación moral que podría decirse que lo son para aparecer algún día (alguno de ellos) en cualquier recuadro irrelevante de las enciclopedias almacenadas en Internet (donde cogen polvo lo mismo que las de las estanterías). Sus biografías, por descontado, las escribirán allí ellos mismos.

Nuestra clase política es, para los ciudadanos, redomadamente inútil: más inútil que un polo con sabor a mierda (con perdón). Son lo que son (inútiles) porque hay escaños en un hemiciclo que se tienen que rellenar con culos indolentes y pasivos. Son lo que son (mediocres) porque ni uno solo ha sabido proponer desde hace décadas algo que suponga una mejora indiscutible de nuestras vidas. Son lo que son (estúpidos) porque lo único que saben hacer es dividirse ellos y dividirnos a los demás, fomentar una insolidaridad regional desesperante y provocar el enfrentamiento continuado de la población. 

Todo ello es desesperante no solo porque se haya olvidado el propósito constructivo que debería liderar su empeño, que no es otro que posibilitar que seamos felices con lo que tenemos y lo que nos aguarda en el porvenir. Muy al contrario, todo su afán pasa por hacernos infelices ahora y en el pasado, destruyendo sin extenuación aquello que reescribió la historia de este país después una guerra civil propugnada el rechazo violento a unas ideas destructivas muy parecidas a las que hoy resuenan por todas partes. Hubo que elegir a un vulgar zapatero tras unas  bombas cruentísimas para percatarnos de lo fácil que es, en este país, abrazar el revanchismo insensato, por un lado o por el contrario.

Algunos llevan siglos emperrados en un independentismo tan mezquino como estrafalario. Otros, décadas mofándose de lo poco que les importa el resto de sus paisanos porque lo suyo es disponer de una fiscalidad parida en la noche de walpurgis de algún imbécil que quiso ser demasiado indulgente con los fueros medievales de quienes habían sido aplastados en la tercera guerra carlista (seguramente tal mentecato acabó siendo amonestado, de manera poco estética, por un belcebú con cuernos y rabo; pero esa es otra historia). Y, por acabar con este listado, los hay ahora que se han contagiado súbitamente del inopinado método para aprender idiomas y hacerse notar distintos ante la parroquia (cuantos más distintos todos, mejor): ahí están la promoción del uso del bable, el querer presumir de acento andalú  y el intento por convertirse en el mayor mastuerzo de Levante tras una borrasca destructiva. Por supuesto, los votos de todos estos últimos importan poco al Gobierno central (que no del centro), por lo que no dejan de ser fuegos de artificio revestidos de colores chillones. Para los primeros, los dañinos de verdad, los que solo piensan en atiborrar los estómagos de los suyos y recluir a los contrarios en gulags repartidos por su regional territorio (si no, al tiempo), esos enemigos de lo común y de la historia ven favorecidos sus abusos y tropelías con todo tipo de regalías, prerrogativas, prebendas y concesiones. Así, porque ellos (y los miles que los votan) lo valen.

Uno se resigna porque, incluso ante desgracias dantescas (danescas, debiéramos escribir) como las de Paiporta y otros municipios, la clase política en su conjunto, y es difícil excepcionar a ninguno, ha reaccionado del único modo que sabe: léase, incapazmente salvo para atizarse unos a otros con tan buena excusa. Hay quienes lo han dejado por escrito sin la menor contemplación. Todo ello nos devuelve la imagen de un reino dividido en subreinos de incapacidad probada donde los moradores de las praderas monclovitas se dedican sin escrúpulos a hacer lo que les viene en gana, ora sea medrando, ora sea dejando medrar, que toda suerte es poca para escapar de la medianía económica una vez que la indigencia intelectual ha quedado suficientemente probada.

Usted, caro lector, dirá que los políticos no son solamente los gobernantes y los parlamentarios. Bien cierto es. Políticos son todos aquellos que trabajan en los partidos, sean o no protagonistas, y casi extendería este sustantivo también a los afiliados (gran poder el de este colectivo: eligen a su exclusivo  representante y nos lo meten por salva sea la parte, como un supositorio, en las elecciones). A un lado y otro del Río Bravo solo se observan animales apacentados con hierbajos pseudo-políticos, sin viso alguna de civismo o pensamiento: dicho de otro modo, un atajo de sumisos lameculos del que más manda. Porque, oiga, no es solo en la ribera izquierda donde tal borreguismo planicerebral sucede (de la ribera derecha ya escribí la semana pasada).

La democracia constitucional no es otra cosa que un camino, no demasiado largo, hacia la renuncia y mansedumbre popular. No puede ser de otro modo cuando, sus organismos supuestamente más conspicuos, los partidos políticos, son cualquier cosa excepto democráticos. Que haya individuos en ese galimatías que llamamos "el pueblo" que sigan pensando en lo bien que lo están haciendo los suyos, es suficiente motivo para liarse a tiros con media España. Pero, en ese caso, estaríamos desandando el pasado para volver al año en que nació mi madre. Quién sabe: tal vez ese sea nuestro eterno retorno, nuestro ciclo perpetuo, matarnos los unos a los otros después de haber soportado a una panda de incapaces y a una chusma de sinvergüenzas.

Ustedes piensen lo que quieran (faltaría más): cada 6 de diciembre que pasa, el desánimo, aparte de cundir, deviene metastásico.