viernes, 1 de septiembre de 2023

Septiembre

Siempre que concluye agosto hay una parte de mi alma que se lamenta de ver distanciarse cada vez más aquellos eternos veranos de la infancia. De niño, no reparábamos en leyes educativas, que parecían interpuestas desde el principio de los tiempos, como tampoco discutíamos la necesidad de retornar a las clases lo antes posible. Estas siempre arrancaban, como pronto, a mediados del dichoso noveno mes que anunciaba el fin del estío. Pero disponíamos de un par de semanas bien amplias para seguir correteando a nuestras anchas. Entonces se podía corretear. La modernidad, en cambio, el progreso y la tecnología y, sobre todo, el ensanchamiento conceptual de la democracia para que logre abarcar todas las circunstancias humanas, provengan de donde provinieren, lo han vuelto imposible. Tanto la hemos ensanchado, tanto la hemos tecnologizado, tantas bondades nos ha repercutido, que ningún niño juega en los parques sin atención paterna, ni se junta la chiquillería en las plazas con otros rapaces, porque todos los adultos hemos creado (y hemos creído) un mundo donde las canalladas son imparables y los crímenes, de todo tipo, desbordan por las alcantarillas y albañares.

A esto lo llaman un mundo mejor, tal vez, en caso de querer parecer ecuánimes, diferente. Y no lo es. Es muchísimo peor. Los engendros oligárquicos y plutocráticos que nos gobiernan a través de esas marionetas interpuestas que denominamos políticos locales, hacen inviable arreglar nada. Es el mundo donde elegir es nocivo, donde no puede permitirse que se imponga una visión sobre las demás. Eso sí, a la chita callando, nos endiñan las suyas sobre la climatología, los combustibles, las granjas agropecuarias, el mercado bancario, la benignidad animal de las mascotas y el destino de las plantas sin mesura alguna y, lo que es peor, sin preguntarnos siquiera. Cualquiera tiene derecho a reivindicar su paranoia u obsesión personal, y como somos tantos en el planeta, las tribus y los mimetismos se reproducen como esporas, creando con todo ello nuevos grupos de presión, por si ya había pocos, que vindican sus necesidades como si fuesen derechos, y contestan a quienes se oponen con los insultos habituales de la intolerancia, el fascismo, el machismo, el patriarcalismo (las sociedades matriarcales jamás han sido conservadoras, según ellos) o la xenofobia. En lugar de un mundo donde todos tienen cabida con idéntico respeto a la ley, han germinado sentimientos nacionalistas e individualistas por doquier, donde las leyes son al gusto del consumidor, que son ellos mismos, y donde los grandes párrafos legislativos, con su extraña sintaxis y más episódica narrativa, se han convertido en guías ilustrativas, no en el marco de convivencia, orden y responsabilidad. Cómo la ciudadanía no va a tomar partido, polarizándose más y más, si el único mecanismo de defensa que tenemos es la adhesión por resignación o por conversión espiritual a los destrozos que generan. Ellos, en sus palacios dorados, creyéndose más inteligentes porque tienen más dinero y manejan unas páginas desde las que poder prodigar leyes y reglamentos, siendo en realidad los causantes de la inmensa mayoría de nuestras desgracias, presentes y futuras, se han alejado tanto del sentir de las gentes y estas, se han acercado tanto al sentir de semejantes ganapanes, que entre todos hemos acabado por conformar el mundo como la inmensa pestilencia que ahora mismo es, resultando imposible evocar qué era aquello de la armonía, el respeto a la ley, la defensa de lo justo y bueno, porque todas esas palabras se han convertido en desusos.

Antaño freías en la sartén unos huevos con patatas y solo cabían los pensamientos gastronómicos más básicos, del tipo “qué buena pinta tiene esta pitanza”. Hoy has de reflexionar cuidadosamente sobre la calidad de vida de las gallinas, que de repente todas salen de paseo por los campos, por mucho que no las veamos corretear en parte alguna, y los kilos de dióxido de carbono que se han emitido recolectando la aceituna o las patatas y fabricando la botella oleífera, sin olvidar el impacto de la sal común en nuestra salud y, por supuesto, del colesterol que contiene para regocijo de las farmacéuticas que cada día convencen a más prebostes y médicos (pobres tontos manipulados estos últimos) de lo conveniente que es rebajar en un 30% la cantidad máxima de miligramos por litro tolerable, y todo sin tener en cuenta el pan donde mojar la yema, que de repente todos los males provienen del pan y de los cereales que contiene. A base de preocupaciones imbéciles, sale más a cuenta que se coman los huevos con patatas los gatos, pero tampoco, porque cualquier vecino idiota podrá denunciar que con ese alimento maltratas a esos animalitos que, no obstante, con tanta devoción se lo zampan sin saber que están destinados a una muerte segura (última aberración de los amadores de animales, reconvertirlos a todos ellos a sus propias maquinaciones y obsesiones hasta erradicarles la naturaleza intrínseca).

Siempre que concluye agosto y he de retornar a la consuetud de estas y muchas otras estupideces, porque ya todo cuanto nos rodea tiene esta calificación, una parte muy significativa de mí desea retornar a esos tiempos de la infancia en que el mundo parecía caminar hacia un futuro espléndido, y no hacia este inmenso vertedero de naderías en que lo hemos convertido.