viernes, 15 de septiembre de 2023

Retrato de una época

Desde que los partidos nacionalistas devinieron, al menos los importantes en el Parlamento, separatistas, la situación política no hace sino pudrirse cada vez más. El molt honorable y muy delincuente Jordi Pujol nunca fue de tal guisa: los logros que fue alcanzando a mayor gloria de la autonomía y el supremacismo catalanes se debieron a su labor de negociación con los partidos elegidos para gobernar, pero que no hubiesen alcanzado la mayoría absoluta. Se hizo el necesario y los partidos otorgaron cuanto pidió, fuese o no digno (Aznar entregó la cabeza de Vidal-Quadras para poder ser investido presidente en 1996, probablemente la mayor indignidad de su extenso currículo político). Las mayorías absolutas jamás han supuesto la reversión de tales prebendas, por mucho que estuviesen horadando las raíces del equilibrio patrio. Y una vez entregado todo lo que, constitucionalmente, podía entregarse, solo quedaba por exigir lo constitucionalmente inexigible.

La mitad de los políticos catalanes con liderazgo en estas cuestiones independentistas, presos del delirio que produce la continuada disposición de una lengua para distinguirse del resto (lengua que nada pinta en el panorama internacional, por cierto) y el descontrol interesado de los dineros que hacia ese territorio fluye con regularidad desde las arcas del Estado al que denuestan, proclamaron su independencia para mostrar sin ambages y ningún género de duda que estaban hartos de exigir aquello a lo que, en sus meninges, creían tener derecho y un deber mesiánico: la constitución de un estado propio y el automático reconocimiento por parte de todos los demás, españoles incluidos. El Gobierno de entonces, el de ese indolente patán de Pontevedra de tan infausto recuerdo, respondió mal que bien (cuando el Jefe del Estado tuvo que recordarle sus funciones) persiguiendo a los proclamadores, pero todo siguió igual, porque en ningún momento ejerció herramienta alguna para desarticular los mecanismos que conducen al sentimiento separatista. Y como el Gobierno de hace un rato, el de ese insufrible paranoico al que los suyos concedieron el poder de hacer y deshacer (sobre todo deshacer) para que las siglas del partido prevaleciesen por encima de cualesquier otras consideraciones (y hay que ser muy anormal para permitir tal cosa), necesitaba y va a necesitar aún más los votos de los secesionistas catalanes y también los de los antiguos terroristas vascos que intentaron en Euskadilandia lo mismo (haciendo uso de bombas y tiros en la nuca por toda la piel de toro), la putridez tiene visos de convertirse en un canibalismo feroz donde el españolito casi sin estado es el convidado a ser la merienda.

Lo de los otros vascos, los nacionalistas de siempre que una vez, con un tal Ibarretxe, estuvieron convalecientes de un gripazo monumental que casi los deja sin sillones, es en sí mismo un misterio salvo que advirtamos la nefasta mediocridad del gordinflón que los preside y la vaciedad del maestro que allí dice gobernar. Disponen de una lengua propia (igualmente irrelevante en lo internacional y de una dificultad de aprendizaje mucho mayor que la del klingon) y, sobre todo, disponen de ese sentimiento tan vascongado de creerse dioses y reyes de la única patria merecedora de tal nombre sobre la faz de la tierra, que no por nada provienen del carlismo. Por cierto, la Historia (con mayúsculas) está repleta de buenos vascos (los de entonces, no estos de ahora que no aprenden de aquellos ni a palos), pero no de buenos catalanes. Por alguna razón, este tipo de vascos se ha alineado con el paranoide, coincidiendo en ello con sus competidores y enemigos, como si creyesen que ambas facciones pueden rascar con igual fortuna de la misma olla. Méritos para culminar el suicidio no les falta y parece que están en ello. Lo mismo dentro de unos años han desaparecido sin dejar más rastro que los vestigios escondidos bajo la autopista que condujo a los terroristas a la victoria.