viernes, 22 de septiembre de 2023

Equinoccio lingual

Querría escribir que lo han olvidado, no que jamás lo supieron. Y entonces tendría que preguntar: ¿qué explicaron, en tal caso, maestros y profesores? ¿Por qué se olvidaron? ¿O sucede que, igualmente, nunca lo supieron? Sigo el ovillo de la Historia hasta Mesopotamia y me topo con el babilónico Cidenas, que antecedió en más de un siglo al griego Hiparco de Nicea, y posterior en más de dos mil quinientos años a los constructores de Giza. Vuelvo malhumorado a mi era, a esta era de desolación y egoísmo (tanta exaltación hedónica y epicúrea no es en vano). Pregunto: ¿qué es un equinoccio? Y nadie me contesta, solo algún fanático de la astronomía. Todo lo más, citan que algunos centros comerciales han sido bautizados así.

Con la experiencia arriba mencionada, arduo resulta incidir en cuestiones relativas. Por ejemplo, ¿por qué los equinoccios vernal y el otoñal no están simétricamente dispuestos en el calendario? Y aquí es donde habría de retrotraerme un poco más cerca, hasta hace unos quinientos años, cuando Kepler. Pero no tengo ganas. Que lo expliquen los “influencers”, que tienen más seguidores que la Larousse o la Británica. Yo elijo este argumento para parangonar el otoñal equinoccio que parece vivirse, estos días, y toda esta legislación, en el Parlamento, donde ahora todas las lenguas habladas, con mayor o menor futura, de repente han hallado su equinoccio.

Si me preguntasen, porque nadie lo ha hecho hasta ahora, les diría que me da lo mismo la modificación reglamentaria de la que todos hablan, cada cual en su germanía (por aquello de ser tan principal edificio un antro de rufianes). Si no les prestaba atención antes, por qué habría de hacerlo ahora. Me sucede lo mismo que con el fútbol practicado por hombres o por mujeres: no hago ningún caso. Aunque a un colega del trabajo le he explicado, no sin sarcasmo, que prestaría más atención si ellas se arropasen como en el vóley-playa (y me da lo mismo que me acusen de cosificador: el que no se entera de qué va esto del mundo, propenso es a convertir su iracundia en rencor y travestirlo de progreso). 

El firmamento no varía sus reglamentos a gusto de quienes lo observan. Es más, se complace en dificultar la tarea de hallarla, y por eso es un reto desde que el hombre mira los cielos y combina los movimientos lunares y solares que observa, ambos (preciosa metáfora del amor), en un solo calendario. El lenguaje del cielo no entiende de dialectos o idiomas. Se expresa con armonías y, todo lo más, nos permite comprenderlo usando la poesía, para la que ni siquiera se precisa estructuras gramaticales: solo plasticidad. Lo mismo sucede con el otoño, que a él acudimos todos llegado el tiempo de contemplar las primaveras ajenas. Por cierto, este año bien se ha adelantado: otra peculiaridad más que atribuir a los devenires humanos. Finalmente colijo que tiempo atrás que occidente atravesó, como civilización, el equinoccio, y se precipita hacia la eterna noche del extravío.