viernes, 2 de junio de 2023

Llegaron las lluvias

Llegaron las lluvias. Nadie las esperaba. Durante meses estuvieron las miradas amedrentadas, contemplando el éter, donde solo el límpido azul del cielo y el refulgente resplandor solar parecían tener cabida. Tornáronse muy agradables las temperaturas, veraniegas incluso, malográndose los campos, todos ellos, lo mismo los pastos que la hierba que los terrones agrios, amarillentos de puro seco. Las voces que antaño imploraban al empíreo, donde moran los dioses, para que santos y vírgenes y el mismísimo Dios del cielo se apiadase de nosotros, míseros humanos pecadores, lo mismo imploraban ahora, secular o laicamente, con un mismo significado: que necesitábamos agua en los embalses y en las riberas de los riachuelos, agua en los tejados y por las calles, agua en todas partes, porque nada venía cayendo, ni en el ventoso marzo ni en el mil veces pluvioso abril. Nada. 

Sequedad absoluta. Tanto caso nos debieron hacer en las alturas, que nos tienen ahora mismo anegados de agua hasta el cuello. Las gentes, que todos los males achacan al cambio climático, incluso las benignidades que conlleva (que se lo digan a los miles de muertes que deja a su paso el frío invierno), resolvieron una vez más que seguimos siendo virulentos los humanos y que no hay derecho a hacer lo que hacemos. Las gentes gritan mucho, porque no saben estar en silencio, pero escasas veces lo hacen con conocimiento y sentido. Esa batalla está perdida, solo se librará cuando afecte verdaderamente al bolsillo (pese a que ya lo está haciendo, pero aún no nos han convertido los oligarcas y burócratas en pobres de solemnidad). Por eso me pregunto, ¿y ahora? ¿Siguen clamando que somos todos nosotros, solidariamente, responsables de las sequías y de las tormentas, de la carestía acuífera y de su superávit? Lloverá más, seguramente, con los coches eléctricos, y con los montes teñidos todos de molinos espantosos. O tal vez llueva menos, pero siquiera tendremos el consuelo de saber que hicimos lo que siempre debimos haber hecho.

Llegaron las lluvias. Y con ellas los cielos tenebrosos, los despertares apesadumbrados y las tardes de lectura (ahora reemplazadas por Netflix). Pero las lluvias se acabarán yendo, porque todo pasa y nada permanece. Y de nuevo arribará el seco estío con su broncíneo fuego incendiando los seclusos campos que nadie holla, salvo por los senderos. El ardor del solsticio se consumirá con la magia trasnochada de los sanjuanes en vísperas de la vacacional holganza. Dicen que uno de esos días tendremos que acudir a las urnas. Ojalá sea para enterrar con el barro de estas lluvias unos cuantos preteridos años de locura.