viernes, 26 de mayo de 2023

Los errores de la pérfida Albión

Uno de los espectáculos más espléndidos de las costas terrestres (y créanme, caramba, que hay unos cuantos repartidos por todo el globo) se encuentra en el estrecho de Dover, en el Canal de la Mancha, donde la franja de agua que separa las lindes de Francia e Inglaterra se vuelve más angosta. Son los famosos acantilados blancos: un centenar de metros de creta y materiales sedimentarios que se yerguen por encima de las aguas del canal a lo largo de más de diez kilómetros. Cómo no, aparecen regularmente en las películas y si usted quiere consultar algo sobre ellos en san Gúguel ha de dejar transcurrir lo menos veinte páginas porque, por si no se ha dado cuenta, esto de las búsquedas en ese sistema ha devenido una suerte de obscena publicidad encubierta (una razón añadida para abandonar esta indolente costumbre y regresar a las enciclopedias, las de verdad). Como Francia es parte de la Unión Europea y Gran Bretaña decidió dejar de serlo, el estrecho de Dover parece más que nunca haber alejado las costas de ambos países. En un día claro, el albo de la caliza puede vislumbrarse desde la costa gala. Por su color blancuzco, los ejércitos napoleónicos, entablada la guerra contra las huestes inglesas, adoptaron un término añoso para referirse a la isla sajona: Albión, una expresión empleada por el gran Piteas o los vates romanos muchos años antes de Cristo. Lo de pérfida, que es graciosísimo, va por añadidura.

Personalmente, me duele contemplar los desastres de la retirada inglesa de la Unión Europea. La gente de Bruselas, funcionarios y políticos, son muy antipáticos y andan peligrosamente empeñados en esquilmar cualquier atisbo de libertad y sensatez en el territorio unido en aras de una ideología ecológica que proclama el apocalipsis aunque nunca sobrevenga. Pero Europa es mucho más que eso, y tiendo a creer que somos los ciudadanos sin afiliaciones quienes mejor entendemos el concepto. La cuestión es que las exportaciones allí caen en picado y esa obsesión tan británica por desembarazarse de cualquier cosa que huela continental, no ayuda tampoco. Me cuentan regularmente mis amigos y compañeros que viven en las nobles tierras altas y medias sobre lo difícil que se ha puesto la vida, en todos sus órdenes, con costes que no dejan de aumentar para cualquier cosa que uno necesite, y las muchas trifulcas sociales que se suceden, en las calles o en los despachos, aunque no supongan noticias que aparezcan en nuestros telediarios a la hora de la cena. 

Yo soy de los que abrazarían sin ambages el retorno de tan pródigo hijo, que quiso independizarse cuando, tal vez, lo que tendría que haber hecho es reorganizarlo todo. Los alemanes son máquinas aplastadoras, si a ellos les va bien lo demás importa poco e incluso encuentran agradables las desesperaciones y dificultades ajenas, especialmente las de los países del sur (claro que, con ejemplos como el español, se entienden muy bien los motivos). Lutero dejó esa impronta... Y Francia es un despropósito, cada vez más islámico y magrebizado, cuya némesis, si llega a producirse, no tardará en estallar, es cuestión de tiempo, por lo que dudo mucho que pueda erigirse como líder de nada. Por eso necesitábamos tanto de vuelta a los albiones, para imponer su cordura inglesa, su flema y talante, para hablar fundamentalmente del tiempo y liderar bien las verdaderas revoluciones. Nos hemos abandonado por completo a los brazos teutones y así nos está yendo a todos: ellos y nosotros.