viernes, 23 de septiembre de 2022

El otoño del frío

Baldomero siente frío. En Rusia, tan colosal, tan ingente y ártica, el otoño embiste como riguroso invierno y el verano, ya extinto, recuerda que fue primavera. Rusia es inmensa, sí, pero ignota. Apenas conocemos su frío, solo la altivez de sus pocos magnates y la inocuidad de sus millones de desconocidos. Es a estos últimos a quienes eligen los primeros para morir cuando se entrecruzan las cuestiones de guerra en sus demenciales planes de conquista. En eso no se diferencia mucho de otras grandes y pequeñas naciones. Los pobres y olvidados han de morir para que los ricos y poderosos puedan disfrutar sus lujosas y embutidas vidas.

Todo esto traigo a colación porque quiere el estalinesco putinillo enviar cientos de miles de soldados a la tierra del Donbás. Resulta que, al parecer, va perdiendo su guerra (que es solo de él, aunque la suframos todos los demás) cuando debía estar ya ganada. Pero, impasible a tamaño desasosiego, prefiere envalentonarse ante los suyos (acólitos del patriotismo totalitario haylos en cualquier lugar del mundo, incluso en Rusia) y declara, fervoroso, bruñido, no la humillación de su gravísimo error despótico sino su inquebrantable fe en la cruzada emprendida en Ucrania para volver a unificar la Madre Rusia de la que nadie debió nunca pensar en descobijarse. Y advierte que hará lo que sea. Uno se pregunta si, tras esas palabras, se esconden las cabezas nucleares que atesora para devastar el planeta, empezando por el Kremlin. Quizá bebió demasiado vodka en el desayuno, o tal vez, quién sabe, le hayan empujado a desafiar al orbe entero para no acabar él como una más de sus estrellas caídas. Si tan seguro está de su contienda, como seguro está de la inquebrantable fe del pueblo ruso en su atávica resolución, lograría fácilmente el objetivo sin necesidad de detonar nada nuclear o atómico, cosa que espanta solo con nombrarla, solo con enviar decenas de millones de soldados y oponer así un recluta por cada ucraniano que quiera defender su tierra. Nadie puede oponerse a un ejército de millones de soldados, sobre todo si él los encabeza. Pero, qué va: alguien tiene que decirle al Baldomero que ya vale de hacer el cenutrio. 

Cuando el Kremlin habla, arrecia el frío ártico que, lejos de aquellas latitudes, vuélvese frío demencial. Y demoníaco. Nada que ver con el frío otoñal que, gradualmente, prepara la superficie del planeta para el solsticio. Cuando Baldomero habla estos días con ofuscación y enojo, lo que cree anunciar es el mismísimo inv(f)ierno.