viernes, 24 de junio de 2022

Tras la noche más corta

Me hechiza lo andaluz, incluidos sus tópicos. El flamenco, las lluvias de Grazalema, Antonio Machado, Nebrija (no me olvido de Lorca), Sevilla, los Picos de Aroche, la Alhambra, los olivares, la Tacita Argéntea, los búcaros con flores, Bécquer y todo cuanto quiera añadir, porque hay mucho y muy bueno. Andalucía es un país anchuroso e imperecedero en sí mismo. Y menudo país: otros para sí lo quisieran. Es una joya labrada bajo el más bienaventurado calor que nunca halládose hubiera. De haber perpetuado Al-Andalus los árabes, su hodierno fundamentalismo no hubiese surgido. Andalucía siempre luce de verano, agradable como una sangre antigua de corcel alazán. Recientemente ha transformado sus tópicos, pero ya lo sabían.

También me cautiva cómo se viste de verano el mar en Gipuzkoa. Desnuda la canícula entre aletazos de viento salobre. Las playas y montes guipuzcoanos son huraños porque nadie asegura el buen tiempo. El mar, en cambio, es una clausura imponente y muy íntima. Visto desde los montes, parece venir de lejos, subiendo una cuesta. El mar, denso y mate, avanza sin mesura y por el caño de su calcañar desborda el verdor de las tierras que abriga. Es un mar viejo, con antigüedad de marino de escampavía, de cuando el verano se disfrutaba sin gentes forasteras. De no haber sido por tantos años terribles y oscuros, en Gipuzkoa relumbrarían todos los veranos orfeónicos de su historia.

Dirán mis caros lectores: “recobra el autor su veraniego lirismo”. Y estarán en lo cierto: porque me fascina el verano. Preterida la noche más corta, aguarda la tríada estival que anima los corazones más fríos. El mío, con la canícula, deviene melancólico. Para cualquiera con años y leguas encima, no quedan estíos como los de la infancia. Mis veranos resecaban la mies en la cosecha y agostaban los cuerpos entregados al sosiego. Parecían provenir de las eras y las tierras de labranza. Triscábamos por todas partes en plena libertad: entre los robles y encinas de las laderas; en las arboledas junto a los casales; en las escarpadas rocas del río. El olor de los viejos campos nos hizo felices y, hogaño, con los veranos de lujo que nos dispensamos y pese a los restaurantes y chiringuitos, los yates, los chalets y las piscinas, siempre parece que estemos aturdidos. Será que nos oprime el tiempo devanado en las quebradas y colinas donde la modernidad no alcanza. O será que tanta confortabilidad nos vuelve inmensamente egoístas, cuando el egoísmo debería ser, como el verano, cosa de niños.