viernes, 8 de octubre de 2021

Que vieron los siglos

En la Historia se hallan las huellas que confluyen en el presente. Libros y museos la atesoran, sí, mas los primeros no son ya leídos y los segundos solo sirven al turismo y para guarecerse de la lluvia. Casi mejor acudir a la güiquipedia, aunque el riesgo de toparse de bruces con un odiador profesional es cada día mayor y más riesgoso, pero mejor eso que nada, aunque yo sigo prefiriendo la Larousse o la Británica, pues no hay enciclopedia digital moderna que las iguale. 

Nunca hubo como hogaño tantos ignorantes, envanecidos de modernidad, que quisieran no solo reinterpretar, sino sojuzgar la Historia. Siempre los hubo, que esto de no leer y creerse muy leído no es solo de modernos, mas la carestía intelectual de tiempos pasados nada tuvo que ver con la actual, mucho más oprobiosa, preñada como está de indolencia, flojedad y eternidades ocupadas en tuíteres e instagrames y netflixes varios, y son estos ignaros quienes vienen ocupando de un tiempo a esta parte los estrados donde se aprueban los cambios sociales, y no sabiendo dedicar el tiempo a lo que siempre importó, se ocupan los ministriles en crear confusión, cuanta más mejor.

Digo lo anterior por perpetuar sin revisión la más alta ocasión que vieron los siglos (pasados y venideros), sucedida hace cuatrocientos cincuenta años frente a las costas griegas del golfo de Corinto, al oeste de Nafpaktos, ciudad bautizada por los venecianos como Lepanto, y de la que muy pocos se acuerdan, ocupados como están en compensar las muchas horas que no pudieron guasapear días antes. Allí (en Lepanto) una liga católica, liderada por Felipe II, rey de cuando España era un Imperio y no este perpetuo y patético guerracivilismo en que ha devenido, derrotó a otro Imperio, el otomano, musulmán y formidable, amén de turco. Lepanto suena, por tanto, a batalla, pero también a manco, por Cervantes, quien luchó subido al esquife de la Marquesa, ayudando a los arcabuceros en la recarga y donde fue el Príncipe de los Ingenios herido de tres balazos, uno de ellos en la mano izquierda, aciago aunque feliz suceso que no habría de impedirle escribir El Quijote, esa universal obra que hogaño ni tan siquiera es leída, como la Historia.

Para quienes solo gustan de folgar, comer, turistear y creerse excelsos, apremia derrocar no a los gobiernos sino a la Historia. Para quienes, en cambio, encontramos en sus páginas fuerza y aplomo, nunca es poca la ocasión de revivificar y honrar la memoria que, en aras de la democracia, muchos menoscaban a diario.