viernes, 15 de octubre de 2021

Divertimentos políticos

Con qué razón entiendo ahora la indolencia política que contemplaba en los mayores cuando niño y a la que me sumo ahora entusiasmado. Me he vuelto mayor, no por las canas ni las arrugas, sino por el cinismo que a uno le sale del alma en cuanto observa las inepcias muchas que se trae la cosa pública. Al menos, yo, las considero como tales, y no solo en lo que respecta a los partidos y gobiernos, que de un tiempo a esta parte son habituales tanto en los medios de incomunicación, por ejemplo cuando denominan información a lo que antaño era un editorial, como en buenos sectores de la sociedad que aplauden alborozados los extraños e irrisorios atavíos con que se lustra eso llamado el nuevo cambio social.

Con todo, los sucesos más divertidos, y también los más lamentables, suelen estar protagonizados por ministriles y parejos. Últimamente dos situaciones me han causado gran perplejidad, que para la risotada ya me he acostumbrado al chiste. Véase, por ejemplo, el rollo de la descentralización (de las instituciones) del Estado, como si el Estado no estuviese ya descentralizado en las autonomías, cuyos presidentes (incluido el lehendakari) constitucionalmente lo representan, mal que les pese y quieran justo lo contrario. Este novísimo relato se torna despiporre cuando lo explica en términos de compartición la ministra portavoz que lo es también de lo territorial por no querer decir que se trata de un peaje. Antes muertos que sencillos. O véase el extraño suceso de una señora que fue ministra de las cosas del exterior cuando justifica ante un juez que no puede decir nada sobre un asunto que le competía porque alguien, hace una década, escribió un papel convirtiendo en secreto todo cuanto le pete a un Gobierno.

Todos los días salta a la palestra un divertimento más audaz que el anterior, pero maldita sea la gracia que nos hace ya. Es lo que tenemos, y resulta que lo que tenemos es de un miserabilismo sonrojante, no solo por el contenido de las actuaciones, también por la exasperante tendencia a polarizar a la propia sociedad. Es lo que tiene optar por los extremismos más centrífugos y dirigir una democracia como si fuese una propiedad. Tiendo a pensar que no son las ideologías, sino las inteligencias de que se ha pertrechado el poder a través de los partidos, que aborrecen actuar con amplitud y largo plazo. Por eso es mejor contemplar la destrucción que ocasiona un volcán o discutir con los tontainas que cada doce de octubre vindican el indigenismo como forma de vida superior.