viernes, 22 de octubre de 2021

Indulgencias plenarias

A vueltas con el revisionismo histórico (cada día más concurrido), lo primero que se advierte es el oportunismo que lo rodea, porque en la cuestión de fondo estamos todos de acuerdo: genocidio, esclavitud, segregación, etc., son todas evidencias protervas en sentido imperativo. Otra cuestión es que, quienes vivieron en esas épocas donde el comportamiento humano se regía con actitudes censurables, tuviesen avíos para cuestionar lo acostumbrado. Muchos no, pero alguno seguro que sí. Tampoco las tenemos ahora: no es improbable que, andando los siglos, los humanos del siglo XXI seamos censurados por nuestro egoísmo e individualismo, por haber alcanzado una evolución social y económica y tecnológica poderosa sin querer resolver de una tacada las carencias más elementales de muchos contemporáneos nuestros: hambrunas, sequías, guerras… Pero estoy divagando.

Cada día más gente se apunta al revisionismo, especialmente quienes lo consideran una obligación de justicia universal. En España, sin ir más lejos, ha servido para acrecentar la leyenda negra que nos persigue desde hace siglos y ante la que el español medio se agazapa cobardemente. Pero en otros países cuecen habas similares. Tanto que se ha puesto de moda el perdón retroactivo, como si tal cosa tuviese asiento. Quienes se empeñan en exigir tan nada remisorio perdón parecen querer extender a los coetáneos la culpabilidad en que incurrieron quienes hace muchos años dejaron de existir. Y lo rechazo. Si me repugna y rechazo la maldad tanto como al que más, ¿por qué razón he de asumir yo su diabólica herencia y no los demás, habida cuenta de que tal malignidad fue homogénea en todos los países y pueblos que vivieron en las épocas aludidas? Ni me siento culpable de los desmanes en que pueda incurrir mi hijo ni responsable de los pergeñados por mis ancestros (al menos desde mi tatarabuelo, que hasta ahí he subido en el árbol genealógico).

La Historia nos enseña no solo las gestas, también la brutalidad y fiereza con que se llevaron a cabo. Los códigos morales en que nos asentamos y que aparecen traducidos en las leyes modernas son justa respuesta a la observación del mal en las raíces que nos soportan. Las nuestras, en las que jamás participamos. Lo de exigir perdón no deja de ser una ominosa reprobación arrojada a la cara de otro con superioridad estúpida. Nadie está libre de ese pecado original de nuestros antepasados. Y nadie debería rechazar las gestas que acabarían definiendo una ética moderna en tiempos entonces futuros.