viernes, 24 de septiembre de 2021

Tierras brexitañas

Por tierras del oeste de Inglaterra me encuentro, razón por la que les escribo un par de días antes de que esta columna llegue a sus ojos. Ya es otoño y en la campiña británica los matices son muy distintos a los habituados en la piel de toro, Euskadi incluida. Esta dulzura, para mí desacostumbrada, parece el guiño refutado de cuanto sucede en La Palma, donde la lava arrasa cuanto encuentra a su paso. Pero las entrañas de las gentes no son las entrañas del volcán, y aquellas nos conmueven en la desgracia donde estas nos admiran por su poder incontrolable. ¿Habían olvidado que somos ignorados por la naturaleza inanimada? 

Con amabilidad sajona, mis colegas ingleses preguntan por el volcán rugiente, pero poco. Una cierta curiosidad les impele, nada más. No se trata de una devastación de proporciones bíblicas y tienen otros asuntos en los que pensar. Tal vez más importantes. Tampoco he hallado en el Brexit una razón de peso para las sobremesas. De hecho, la industria a la que pertenecen ha vivido estos últimos doce meses una de los periodos más expansivos que se recuerdan dado que sus clientes principales son los que mantienen conectados a la inmensa mayoría de los humanos del planeta. El virus tampoco quiere ocupar su puesto en las tertulias. A fuerza de eliminar todas las restricciones, el gobierno británico ha conseguido que aquí todos hayan vuelto a vivir con normalidad. Y normalidad significa que la relación humana con la enfermedad o la muerte está donde solía. Debieran aprender de ellos los mandamases del resto del mundo, tanto mindundis como egregios, empeñados como están en ser salvadores universales de descarriados e ingratos ciudadanos. No he observado que aquí protesten médicos y sanitarios. Los entusiasmos acaban pereciendo en los ríos de lava de la cotidianeidad.

Encuentro la Gran Bretaña más conservadora que antes tras el Brexit. La proverbial flema, aun abigarrada, es compartida por todas las aristas poliédricas del espacio político y ciudadano. Tal vez por eso a nadie repugna la inmensa inscripción estampada en la fachada principal de la empresa de mis colegas: “Made in Britain”. En mi país, pienso, se ha laminado lo que significa España hasta convertirlo en un asunto burocrático menor, incluso cadavérico en ciernes, por vivir al albur de los caprichos y petulancias de quienes solo persiguen perpetuar su preeminencia. 

Cuando me lea, caro lector, habré regresado. Seguramente durante un par de días pensaré en por qué no tuve la suerte de nacer británico.