viernes, 25 de junio de 2021

De nuevo el verano

Me he liberado de los vapores ciegos que atenazaban mis ojos, traídos por el invierno desde muy lejos, cuando, a punto del introito primaveral de hace un año, el mundo hubo de sucumbir y entablar batalla contra la naturaleza y contra el propio ser humano. Ciegas eran las vaharinas, los alientos, las brumas, los arreboles, y ciegas también las risas, jolgorios, algazaras y alegrías, en aquel invierno perpetuo, crepuscular, pajizo, de pesares y muerte, dolor y llanto, pesimismo, derribos y fracasos. Bien lo hube de sufrir en la propia carne y el propio desconsuelo. Afuera no había nadie. Solo ruido amasado por las funestas voces de quienes nunca dejan de hablar.

Han vuelto las golondrinas a sus nidos bajo los aleros: lo sabemos por habernos despojado de los ciegos vapores. Y hace frío por las mañanas, pero las alboradas son tan dulces que abren a los ojos un vivo esplendor como no viera nunca el alma en sus ensueños. La visión, de pronto desplegada, de la inmensa ciudad (gran selva de edificios) sigue naufragando en las glorietas y en los vehículos que un día desaparecieron. Eso fue lo más extraño de todo: no que fuesen reemplazados por corzos, lobos o venados. Perdimos una ocasión magnífica para ser sabios e instruidos.

Hubo un momento en que fábricas y comercios parecieron hechos de oro por lo inaccesible que devinieron. Ni siquiera tañían las campanas de las torres tras las argénteas agujas que apuntan a lo más alto. Adornadas de almenas, no solo las iglesias sostenían los astros con luciente pedrería. Cualquier edificio, por miserable que fuese, escondía tras antas y muros el universo encerrado en sí mismo. La naturaleza labraba un efecto de materia oscura, borrasca tras borrasca, ya por fortuna apaciguadas. Era oscuridad cavernaria, de los vapores ciegos que emanaron del cerúleo cielo.

Hemos vivido con todo confundido, mezclado, en recíproco ardor, fundidos en ignorancia y asintiendo lo mismo que si fuésemos esclavos. Y por esta esclavitud asumida lo hemos perdido todo, especialmente el futuro. De ahí que, habiéndose soliviantado los ánimos contra el común enemigo que siempre oprime y gobierna como le da la gana, este asombroso atavío que forman las ciudades con sus vagos edificios haya acabado estallando. Y continuará haciéndolo.

No importa si esta extraña columna parece compleja de entender. Se lo aclaro: defendámonos a ultranza de quienes portan consigo el ultrajante invierno y reencontremos dignidad cívica y buen sentido: no otra cosa es lo que llamamos verano