Hasta
ahora había conocido Berlín en invierno. Desconocía la calidez de la capital de
la Historia reciente cuando los días son largos y sensuales. También su
bullicio y frenetismo social. Parece como si el calor estival adormeciese las
atrocidades de las que fueron testigos los ciudadanos de esta infrecuente
ciudad.
Por
todas partes se vende trozos de muro, el Muro que delineó la Guerra Fría. Pero
la sombra de Hitler lo anega todo, al menos para mí. Y no solo por las
exposiciones que recuerdan los horrores que contemplaron aquellas calles y
edificios ya inexistentes, no obstante muy presentes. La ciudad habla por las esquinas,
aunque el viajero contempla que cada vez las personas quieren escuchar menos
(tanta opresión produce reconocer que ha sucedido una historia reciente tan
aterradora como próxima), o tal es la impresión que me causa una muchedumbre ensoberbecida
por fotografiarlo todo para mostrar que recorrer el mundo es guay: ¡cuántos
mundos encierra este planeta y no nos permitimos descubrirlos!
El
Muro de Berlín es uno de ellos. El Monumento al Holocausto, otro. Dos mundos
que se sucedieron el uno al otro, como si de los horrores el único legado
posible fuese el propio horror. Hoy las gentes esperan turno para fotografiarse
junto al mural del beso de Breznev y Honecker. O para aguardar al guía que les
conduzca por el campo de concentración de Sachsenhause (qué equivocado empeño
el alemán con querer suavizar el horror de las SS reconstruyendo sus horrores
para hacerlos parecer más brillantes o interponiendo monumentos y capillas: el
horror sin contemplaciones, como en Auschwitz, es la verdadera máquina del
tiempo para la psique del visitante).
Me
ha sorprendido la educación y civismo que manifiesta Berlín en sus calles
céntricas e históricas, en contraposición con la suciedad y vandalismo de las
zonas arrabaleras. Será que el frío oculta la basura y recoge a los personajes
variopintos que vagan por tan multicultural ciudad, pero la sensación es
desagradable: uno desea regresar de inmediato al centro, a la catedral moderna,
a la isla de los museos y al orden y cuidados metódicamente germanos. Las culturas
y tribus expulsan sigilosa y pacíficamente a quien no se adhiere, lo cual no
deja de evidenciar una cierta decadencia del orden social.
Creo que en Berlín se comenzó a escribir una nueva
Historia. Y no llegaremos a conocerla. Muy pronto la Historia vieja quedará
como una reliquia en cierta manera incomprensible.