viernes, 1 de agosto de 2014

Anochece en agosto

Me gusta mirar anochecer en agosto. Durante el descanso estival suelo carecer de motivos para levantarme pronto y mirar al hermano distante, el amanecer, esa pasión de poetas y trasnochadores que unos asemejan al nacimiento de un hijo y otros simplemente al amor. 

Me gusta ver cómo se pone el sol y avanza la oscuridad, poco a poco, con pinceladas de color difuso que va llenando los vacíos dejados por el calor, el canto de las chicharras o el polvoriento camino que se hace pesado al andar. En las fronteras diluidas de mi campo charro, allá donde el Duero traza la linde entre dos países que debieron ser uno solo, los últimos rayos de luz solar se filtran por entre las encinas y los robles, reverberan sobre el musgo del granito y encienden el amarillo intenso de las pocas espigas que aún permanecen. Cuando desaparece, del todo, la luz, y se enciende la noche, todas las cosas inertes o vivas parecen respirar aliviadas. 

Antes, años atrás, en agosto terminaban de aparecer los rastrojos. Ahora los campos se vuelven claros y comienzan a dormirse. Es lo que tiene el éxodo de los campos de labranza, que todo lo deja mustio y triste. Recuerdo los agostos de niño y de joven y se me antojan perdidos. Tampoco ha pasado tanto tiempo. Pero ya no están Serafín, ni mi tío Ángel, no se hablan a voces Jesús y Mauricio cuando iban juntos a recoger las hacinas, ni se juntan Germán y “El portugués” a partir las eras: sencillamente no queda nada de eso. De ahí que, cuando anochece ahora en mi pueblo, no parece que los sonidos se callen: hay el mismo sonido en la oscuridad que durante el día.

Me doy cuenta de que va pasando el tiempo y que, aunque soy consciente de ello, quiero fingir que no lo advierto. Y no pasan los años porque mi edad crezca o las arrugas ahonden en mi rostro. No solo por eso. Sobre todo siento que todo va quedando muy atrás porque no han vuelto las tertulias en la calle tras la cena, ni el trasiego de carros o tractores o los gritos de boyeros y pastores llevando el ganado a su encierro. En las ciudades, y en los pueblos grandes, donde la modernidad ha ido ocupando los espacios desalojados por el pasado, la sensación que se tiene es de continuidad: que todo es distinto pero, a la vez, igual que antes. Aquí no. En mi pueblo nada es lo mismo. No hay modernidad que haga de okupa. Solo queda una lánguida y melancólica evocación de lugares olvidados.

Anochece en agosto. En realidad, hace mucho que anocheció en mi pueblo.