viernes, 8 de agosto de 2014

Desde el olvido

A la casa de mi pueblo se accede por un corral circular que se abre al fondo de un callejón y en el que antaño podían verse corretear gallinas y pavos picoteando en la tierra removida o entre la paja usada. El ganado durmió en los casillos o junto a las pesebreras hasta que empezaron a construirse las naves del exterior. Quizá por ello guardo del corral sensaciones tan vívidas y gratas, porque representa el pequeño universo familiar accesible y cotidiano, con sus lugares para la leña, los aperos, los cuartos de las patatas y del pienso, el pajar o la bodega. Mi abuelo, minutos antes de morir, postrado en la cama, lo último que pidió a sus hijos fue que le dejaran despedirse del corral.

Me cuesta reconocer que uno de los mayores disgustos de mi vida lo llevé cuando uno de mis tíos vendió el carro del mulo. A ese carro yo le tenía mucho cariño. Se estaba llenando de telarañas y polvo, como velando en sueños los recuerdos pretéritos. En casa había otro carro más, el que tiraba la pareja con el yugo, que mi tío recompuso para que pudiera engancharse al tractor. Se le daba mucho trabajo, porque a algunas tierras no podía llegarse con el remolque y, entonces, era imprescindible usarlo. En cambio, el carro del mulo nunca más se movió. Permaneció allí inmutable, sereno, somnoliento, vestigio hermoso y veraz de la historia familiar. Al morir mi abuela, mi tío lo vendió por cuatro perras. Creo que su comprador lo aderezó una pizca: una sola de las ruedas fue vendida por cien veces el precio del carro. 

Yo jamás hubiese permitido que se desprendieran de él. Durante mucho tiempo fui incapaz de comprender por qué mi tío lo hizo. Según él, estorbaba. No sé por qué, pues en su lugar solo quedó el vacío más triste. Quiero pensar que no deseaba conservar recuerdos, motivo por el que se deshizo de todos los aparejos y útiles de agricultura que atesorábamos en casa. Hoy entiendo que, de verlos diariamente desde su infancia, jamás logró sospechar su valor auténtico. 

Aunque las distintas piezas en que fue desencajado nuestro carro reposen como reliquias en alguna pared urbanita de alguien que jamás lo haya visto en marcha, en el olvido se encuentra ya y allí, olvidado, permanecerá. Cada vez que paso junto al hueco donde dormitaba el carro creo ver los cestos, la matrícula agrícola, las telarañas y las bieldas y cueros. Porque en aquel carro yo monté algunas veces, correteando por los caminos, y eso es algo que ninguna pared puede exhibir.