viernes, 22 de agosto de 2014

El camposanto

Hemos venido al cementerio a colocar unas flores en la tumba de mi padre. Estamos casi todos los hermanos y nietos acompañando a mi madre en este momento triste y emotivo. El sol aplana sombras y tumbas dejando un raso de tierra amarillenta y polvo ocre. En la parte más nueva las lápidas son grandes, negras, ostentosas, muy distintas de las acostumbradas pequeñas cruces blancas, íntimas, silentes. Diríase que ahora es habitual sustituir la repetida visita al montón de tierra removida por una incoherente y única expresión de altivez orgullosa. 

Conozco, mejor dicho, recuerdo, a muchos de los seres que yacen en este apartamiento: Alicio, Rufino, Victoriano, la tía Encarnación, Serafín, el tío Cambón... Pero les voy olvidando poco a poco y ya apenas hablo con sus familiares sobre ellos o sobre nada en absoluto. Ahora me arrepiento de no haber pasado más ratos, cuando pude hacerlo, escuchando sus historias de otras épocas y momentos. Pero el camposanto no tiene respuestas para mis olvidos. Es solamente una extensión de tierra donde crecen los hierbos y el silencio, donde las preguntas se dispersan por el viento, donde sólo se escucha el eco de los lloros vertidos el día que removieron la tierra para alojar un féretro y abandonarlo allí para siempre. Es acaso lo más triste. Contemplar la desmemoria que produce este bosque de troncos blancos marcados con nombres y fechas que ya nada expresan.

No soy capaz de asociar el lugar donde yace mi padre con ninguno de mis recuerdos de él. Le veo en el viejo coche aparcado en las leñeras, en el sillón donde sesteaba, incluso viniendo a casa por la calle, despacio, mirando al frente y sonriendo como solía. Pero no puedo emocionarme ante los terruños con flores ni ante su nombre esculpido en mármol. Por instantes me niego a la evidencia y quiero pensar que, en algún momento, en alguna oportunidad, él volverá a acompañarme a la estación o al examen de conducir, que la vida es cíclica y se repite, y morimos y volvemos a vivir, porque los seres queridos nunca se van para siempre, sólo se ausentan un rato.

Vivimos inertes, por resignación o por adecuación, a la falta de quienes se marcharon. Acaso porque no queremos ver que el destino de cada ser humano es vivir en la memoria efímera de unos pocos y en la inmensidad de todos los olvidos. Por eso resulta tan valioso tratar de perpetuar en nuestros días lo poquito que tenemos de las vidas ajenas. Por eso me resulta cada vez más inútil dedicarle tiempo a todas las cuestiones que, por codicia o soberbia o egoísmo, apartan al ser humano de lo único que importa.