Leo que, a partir del otoño, el Senado dispondrá de
traducción simultánea para que los senadores puedan entender los discursos de
quienes prefieran expresarse en euskera, en catalán, en gallego o en valenciano.
Y yo me pregunto: ¿qué pinta un senador guipuzcoano hablando euskera en el
Senado español? ¿O uno de Barcelona hablando catalán? ¿Qué democracia se
preserva cuando habla gallego un senador lucense en la plaza de la Marina
Española, en Madrid?
Lo de los traductores simultáneos se ha promovido para que el
Senado "ejerza con plenitud su función de representación territorial",
porque para ello es necesario ampliar "al conjunto de la actividad de
la Cámara, y singularmente al Pleno, la posibilidad de que las intervenciones
se realicen en cualquiera de las lenguas oficiales de una comunidad autónoma”.
Pues no, eso es mentira. La plenitud de la susodicha representatividad
territorial no se alcanza así. La plenitud de la que hablan se consigue mediante
acertadas discusiones, inteligentes acuerdos, interesantes debates y bienintencionados
consensos: es decir, con política de utilidad para la ciudadanía, trabajando
por el bien común. Lo de los idiomas es otra cosa. Parece como si no bastase
con los esfuerzos ingentes (extralimitados) que realizan para no perder ni un
sintagma de estas lenguas. Parece como
si sólo se tratase de derrocar lo que no puede ser vencido.
En esta carrera loca, desaforada, que se ha emprendido
desde las CCAA, estos modernos reinos (perdón, repúblicas) de taifas que nos
toca sufrir, con todo su déficit, su dispendio sin mesura, sus irracionales
batallas desintegradoras, etc., sólo faltaba por ver que obligasen a erigir en la
capital del Estado una suerte de Pequeñas Naciones Unidas, a cuya asamblea
acudiesen los delegados con sus folklores y esencias para discutir, cada cual
en su idioma (teniendo todos ellos uno en común), lo que pasa en cada rincón de
la piel de toro. Ahora ya se ha visto. ¿Qué será lo siguiente?
La política está rebosante de idiotez. Las propuestas son
cada día más disparatadas. El atractivo de la desintegración seduce por
doquier. De tanto magnificar su diminuto valor personal e intelectual, los
políticos han terminado por olvidarse del pueblo. Ya sólo discuten de sus
ombligos, de sus visiones, de sus pequeñeces (regionales) a las que consideran poco
menos que universales. Avanzan hundiéndonos a todos en el absurdo. Vivimos regidos
por una colosal e inmensa mentira.