viernes, 9 de abril de 2010

La Iglesia del escándalo

De entre los muchos crímenes existentes, la pedofilia es de los más repugnantes. En las últimas semanas, distintas revelaciones de abusos sexuales a menores, perpetrados por sacerdotes, han colocado a la Iglesia frente a una encrucijada. Siendo, como es, aunque no se entienda muy por qué, una institución continuamente vilipendiada, y no precisamente por sus defectos sino más bien por las fobias que arrastra y que genera, esta acusación parece haber colmado las indignaciones populares, que ya estaban bien colmadas: tanta es la animadversión que produce la Iglesia entre quienes la critican.
Abusar de un menor es indigno. Es monstruoso. Provenga de donde provenga. Y el delito no es más grave porque lo perpetre un cura. Su promesa de respeto a la vida, de amor al prójimo, de castidad, de lo que sea, no le convierte en peor pedófilo que quienes lo cometen sin haber prometido votos ni tener vocación por el bien ajeno y el amor al prójimo. Son igual de repugnantes. Está visto que los votos no aplacan al monstruo que se lleva dentro.
Pedófilos hay muchos: un 5% de la población mundial lo es, según la CNN. La magnitud del horror es, estadísticamente, brutal. Los pedófilos más comunes son los propios familiares y los canguros. Padres que abusan de sus hijas, por ejemplo, y lo hacen con la impunidad que les ofrece la complicidad familiar. El parentesco es la primera fuente de sufrimiento para un niño o un joven. La siguiente fuente la representan los cuidadores y los educadores. Si el origen del horror no se encuentra en la fe, sino en la indigna exacerbación de las pasiones humanas: ¿por qué señalamos con el dedo acusador a los curas, cuya representatividad criminal (en términos estadísticos) es casi episódica, y callamos ante quienes infligen esta aberrante brutalidad con alevosa frecuencia (nuestros propios familiares)? ¿Acaso porque saltan demasiado rápido las atrocidades eclesiales a la palestra? Otros credos, otras religiones, tienen casos igualmente concretos de atrocidades similares, pero permanecen en silencio. Un silencio encubridor, me temo.
Como bien señalaba Navarro-Valls recientemente, debemos combatir esta lacra y abrir los ojos ante esa infancia violada y abusada demasiado a menudo. Sí, demasiado, y por todas partes, no sólo entre los sacerdotes. Que parece que no deseamos acusar a los repugnantes curas pedófilos, sino contar con otro motivo más para destruir a una Iglesia que ya padece lo suyo por ser como es.