De entre los muchos crímenes existentes, la pedofilia es de
los más repugnantes. En las últimas semanas, distintas revelaciones de abusos
sexuales a menores, perpetrados por sacerdotes, han colocado a la Iglesia
frente a una encrucijada. Siendo, como es, aunque no se entienda muy por qué,
una institución continuamente vilipendiada, y no precisamente por sus defectos
sino más bien por las fobias que arrastra y que genera, esta acusación parece
haber colmado las indignaciones populares, que ya estaban bien colmadas: tanta
es la animadversión que produce la Iglesia entre quienes la critican.
Abusar de un menor es indigno. Es monstruoso. Provenga de
donde provenga. Y el delito no es más grave porque lo perpetre un cura. Su
promesa de respeto a la vida, de amor al prójimo, de castidad, de lo que sea,
no le convierte en peor pedófilo que quienes lo cometen sin haber prometido
votos ni tener vocación por el bien ajeno y el amor al prójimo. Son igual de
repugnantes. Está visto que los votos no aplacan al monstruo que se lleva
dentro.
Pedófilos hay muchos: un 5% de la población mundial lo es,
según la CNN. La magnitud del horror es, estadísticamente, brutal. Los pedófilos
más comunes son los propios familiares y los canguros. Padres que abusan de sus
hijas, por ejemplo, y lo hacen con la impunidad que les ofrece la complicidad
familiar. El parentesco es la primera fuente de sufrimiento para un niño o un
joven. La siguiente fuente la representan los cuidadores y los educadores. Si
el origen del horror no se encuentra en la fe, sino en la indigna exacerbación
de las pasiones humanas: ¿por qué señalamos con el dedo acusador a los curas,
cuya representatividad criminal (en términos estadísticos) es casi episódica, y
callamos ante quienes infligen esta aberrante brutalidad con alevosa frecuencia
(nuestros propios familiares)? ¿Acaso porque saltan demasiado rápido las
atrocidades eclesiales a la palestra? Otros credos, otras religiones, tienen casos
igualmente concretos de atrocidades similares, pero permanecen en silencio. Un
silencio encubridor, me temo.
Como bien señalaba Navarro-Valls recientemente, debemos
combatir esta lacra y abrir los ojos ante esa infancia violada y abusada
demasiado a menudo. Sí, demasiado, y por todas partes, no sólo entre los sacerdotes.
Que parece que no deseamos acusar a los repugnantes curas pedófilos, sino contar
con otro motivo más para destruir a una Iglesia que ya padece lo suyo por ser
como es.