jueves, 24 de septiembre de 2009

Autores


Se han apaciguado las voces que se alzaban contra la SGAE, esa sociedad que gestiona los derechos de autor de quienes crean arte con su talento y lo manifiestan en público. Hace muchos años, tantos como un siglo entero de por medio, Chapí, Arniches y los Álvarez Quintero, entre otros, defendieron su derechos contra los contratos leoninos de intermediarios y exclusivistas. De aquella unión cuelgan las pancartas de hoy en día.
La gente, la sociedad, se subleva contra el canon, contra las campañas que intentan detener y hacer retroceder la piratería, contra los derechos de la propiedad intelectual. Para muchos, la universalidad de la cultura exige el derrumbamiento de sus precios y la imposición de la gratuidad y el libre intercambio. Quienes disfrutan de su solaz con la creatividad ajena, no parecen comprender que los autores que a ello se dedican, también comen y pagan una hipoteca. A nadie le viene el dinero caído del cielo. Ojalá.
Las voces son muchas. Y muchas las cosas que dicen. Que el canon es injusto. Que la piratería no tiene, en su inmensa mayoría, ánimo de lucro. Que la SGAE se ensaña, codiciosa y deshumanizada, incluso con las causas más justas. Las voces no hablan de las razones por las que los autores decidieron un buen día, asociarse. A mí no me molesta que, desde la calle o los diarios, se critique el canon y lo que sea menester. Estamos aquí para eso, criticar, y luego contribuir a alcanzar acuerdos satisfactorios para todos. Pero sí me molesta que se esconda bajo ese manto el reclamo de algo que me parece absolutamente injusto, como es la piratería, el uso indiscriminado del trabajo ajeno y todo aquello a lo que tan fácil es acceder y fácil de difundir por el aire o por los cables.
Para bien o para mal, vivimos en un mundo donde el mercado lo abarca absolutamente todo. Y las leyes del mercado son despiadadas, pero están universalmente aceptadas por todos. Y de igual modo que las empresas defienden con uñas y dientes sus derechos de propiedad y explotación de los productos que comercializan, y a nadie he visto yo montar trifulcas públicas por ello, justo es que los autores defiendan lo que es suyo. El alcance de unos y otros: que lo regulen las leyes civiles, debate social incluido.
Hago constar los dos matices con los que quiero terminar esta columna: una, que los autores son generalmente pobres; y dos, que hay mucha cultura gratuita, para quienes se niegan a pagar siquiera un poquito.