Con el primero de los cuatro meses que anuncian el final
del año en curso, han vuelto las reuniones y los titulares que, como
onomatopeyas de la maquinaria social, anuncian quejicosos el devenir inmediato
de nuestra sociedad civil.
Vivimos el gran desastre económico de la era capitalista, y
apenas hemos desarrollado una mínima responsabilidad histórica. El mundo sigue empeñado
en crear dinero mediante hipotecas y créditos, sigue siendo incapaz de resolver
uno solo de los problemas eternos del ser humano, sigue persistiendo la
privacidad y el lucro por encima de todo lo demás, y aunque estén las estructuras
económicas resquebrajándose, aunque se estén abriendo hendiduras cada vez más
profundas, nada de lo establecido parece cambiar un ápice para que, siquiera,
el futuro venidero sea más próspero.
Para el ciudadano, es momento de apechugar, que las
naciones se diseñan para que los de siempre sustentemos eso del estado del
bienestar. Los políticos lo llaman confianza, lo que necesitan las empresas,
los grandes capitales, para que todo fluya más rápido y hacia arriba. Por eso,
que la situación actual sea ahora muy hacia abajo, y que debamos ser los de
siempre quienes saquemos las castañas del fuego a estos gobiernos que apenas
pueden hacer nada para arreglar los desaguisados, produce el más iracundo de
los enfados.
Porque, ahora, ¿qué va a pasar? Que pagaremos más
impuestos, era de esperar. Que aguardaremos a que otros países se desatasquen
primero, parece lógico, visto lo visto. Que seguiremos oyendo hablar de pactos
y acuerdos que a ninguna parte llevan, es incluso deseable. Pero nada de todo
eso resolverá la crisis. Ya hemos gastado el 5% del PIB para ayudar a unos y a otros,
para incentivar el consumo (¿cuál?), para que la actividad industrial se
mantuviese (¿cómo?), y la recesión ha continuado su camino demoledor sin apenas
despeinarse, y sin dejarnos más opciones, que es lo peor de todo.
Esta crisis es muy extraña, muy compleja, demasiado
intrincada. Llega como consecuencia de todos los desatinos sociales, de la
irrealidad en que se fundamenta el capitalismo moderno, de la avaricia de
todos, ciudadanos incluidos, y no sabemos aún muy bien qué paisaje ha de dejar
tras su paso. Pero una cosa sí intuyo. No logrará que aprendamos algo
provechoso. Me temo que el fantasmagórico remedio que se ha puesto en marcha,
ha de ser el germen de la próxima crisis, la que nos ha de llevar a todos
definitivamente al carajo.