jueves, 30 de julio de 2009

Corrupción



No se corrompe quien ningún poder tiene. Ni capacidad para decidir sobre el destino de los otros. Ni opción alguna de favorecer a nadie en concreto. Los pobres, los parias, los trabajadores, los enumerados por la seguridad social, los que leemos los titulares sin aparecer en ellos, los que no somos elegidos para ostentar cargo alguno, todos nosotros, somos difíciles de corromper.
No puede decirse otro tanto del político. Por mucho que los haya honrados y sanos. Desprendidos y desinteresados. Trabajadores e ilusionados. Eso lo somos, a priori, todos, y ellos también. Con sus más y sus menos. Pero algunos de ellos, solamente en ocasiones. Cuando actúan agazapados, en la oscuridad del que se opone, del que controla, del que critica, porque vive en la espera de su momento de gloria, ése que siempre llega, tarde o temprano. Y entonces, alcanza su perseguida ambición y se tuerce el generoso entendimiento. Esto es lo que pasa. Cuando se toca poder, cuando se palpa con las manos la tersura del gobierno de los pueblos, cuando se puede decidir con un simple voto, cuando se sabe que de uno mismo depende el quitar y el poner. Un concejal de urbanismo. Un alcalde. Un consejero de alguna cosa. Un alto cargo. Siempre uno, singular, concreto, definido. El uno que mancha con su proceder corrupto la honradez de todos los demás. Pero, desfachatez inmensa, siempre hay ese uno que se corrompe, porque hay otro uno que lo quiere corromper, y aquél se deja.
Ya lo dijo, hace mucho tiempo, a finales del XIX, con cierta grandilocuencia, el historiador británico Lord John Emerich Acton: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Las personas actúan intencionadamente en pos de sus propios intereses, con independencia de que en el camino también actúen buscando el beneficio de los demás, o el de la mayoría. Pues el contacto continuo con el poder, hace fenecer la idea del mundo mejor para todos, hace renegar de tan magno hechizo, convirtiéndolo solamente en un mundo mejor exclusivamente para sí mismo.
Tiendo a pensar que corromperse por un par de trajes suena a querer arriesgarse a la ignominia por bien poca cosa. Pero allá cada cual, que no hay crimen grande ni pequeño, sino probado o impune. Y en ese mundo de locos, en el de los políticos, donde se habla sin cesar, con grandilocuencia y vanagloria, lo que sobran son, justamente, los corruptos impunes, que de los otros ya se hace cargo la justicia. O eso esperamos todos.