sábado, 1 de noviembre de 2025

Día de Difuntos

Hay fechas en el calendario que pertenecen, sin discusión, no al cuerpo sino al alma. El Día de Difuntos (conocido en ciertos países con una expresión bastante más basta, El Día de los Muertos) es una de ellas. No se trata de una jornada festiva. Más bien es el avistamiento de un abismo, imperecedero en el tiempo, al que la conciencia humana (los animales ignoran que la muerte existe) se asoma y que no puede ni sabe comprender: la muerte. Y en ese asomarse, se revela la hondura de lo humano, que no solamente reside en la capacidad de entender y razonar. En este caso, supone también estremecerse.

Desde los orígenes de la cultura, la muerte ha sido el gran convocante de símbolos. Ninguna civilización ha prescindido de sus ritos funerarios, las plegarias por los muertos y cualesquier gestos sencillos por la memoria eterna de quienes ha ido perdiendo, con la terrible constatación de que toda existencia tiene por destino el olvido. El hombre, que puede olvidar casi todo, no quiere extraviar a sus muertos. Porque en ellos se atestigua el dolor y el misterio, un misterio que exige formas, ceremonias y palabras con que sostener el peso de lo inexplicable.

La tradición cristiana, en su doble jornada de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, articula una teología del recuerdo que es afirmación de la comunión ontológica entre vivos y muertos. La liturgia, con su lenguaje arcaico y su música grave, pretende no sólo consolar, también convocar la presencia de lo ausente, la memoria de lo eterno, el estremecimiento de lo sagrado. En otras religiones, el gesto es distinto pero el fondo es el mismo: el Yahrzeit judío, el Qingming chino, el Pitru Paksha hindú, el Gai Jatra nepalí... Todos son variaciones de una misma pieza, la imposibilidad de que la muerte signifique sólo una cosa: desaparición.

La cultura occidental, en su agonizante deriva hacia el absurdo existencial, ha ido reemplazando tan imponente trascendencia con lo único que, al parecer, le conmueve: la trivialidad. Los antiguos ritos han devenido espectáculo. La meditación (que no la contemplación, conceptos que casi todos confunden), carnaval. La muerte, que exige silencio, risas y jolgorios. Y así, en lugar de encender cirios, se encienden luces que relampaguean. En lugar de rezar, se grita. Y en lugar de recordar, se divierte uno como si nada de todo ello importase de veras.

Pero aún resisten algunos gestos. La representación del Don Juan Tenorio, por ejemplo, que durante siglos fue tradición por estas fechas, ha ido mutando hacia una teología escénica. Don Juan, que vive en la negación del juicio, se ve confrontado al destino que no puede eludir. Su última escena, en la que se juega la salvación de su alma, es una alegoría del drama humano: la libertad que se enfrenta al límite y el deseo que ha de medirse con la eternidad. Zorrilla, en su romanticismo, no hizo sino actualizar el viejo dilema de Pascal: "El hombre está entre la nada y el infinito".

La muerte no ha de contemplarse como un hecho biológico, el cese de la homeostasis de un ser vivo, que dice fríamente Wikipedia. Para quienes aún permanecemos en este mundo, representa el más insigne acontecimiento metafísico que podamos atestiguar. Epicuro, en su célebre paradoja, afirma que no debemos temerla porque nunca la experimentamos. Pero esa misma paradoja revela su carácter inasible: no se puede pensar la muerte sin que el pensamiento se disuelva como un azucarillo en un mar. Y sin embargo, ese intento fallido es el origen del pensamiento mismo. Como escribió María Zambrano, "la filosofía nace del asombro ante la muerte, no ante la vida".

Por todo ello, el Día de Difuntos no debería ser una fecha sin más, y mucho menos una fecha para la carnalidad disfrazada de idiotez. Su concepto más próximo es el de la detención ontológica, servir de instrumento para volver la mirada hacia lo esencial y recordar que lo humano viene definido no solo por sus logros y sus gestas, también por la reverencia que mantiene hacia lo perdido. Que no hay gesto más humano que el de inclinarse ante una tumba y advertir que somos el tiempo que vivimos, porque cuando moremos en ella el tiempo dejará de existir para nosotros, aunque siga permaneciendo para el resto. "Memento moris".

En la penumbra de una iglesia, en el silencio de un cementerio, en la lectura de un soneto antiguo, revelemos lo que ninguna máscara o disfraz puede ocultar: que la muerte es lo único que no muere. Y que quienes han cruzado su umbral son -verdaderamente- sagrados.