jueves, 24 de julio de 2025

Titulados en Nada, máster en Morro

Llevamos años criando a una fauna política que, en su mayoría, no sabe hacer la o con un canuto (aunque convendría precisar que saben criarse solitos siempre que paguemos nosotros -los de siempre- por supuesto). Hay quienes piensan que con plantar un taconazo y una sonrisa de LinkedIn, hala, ya basta para devenir nueva promesa. Pero como la cosa no parece lo bastante sólida como para justificar las responsabilidades asumidas y el duro trabajo que ello conlleva, conviene fundamentar el "dedazo" (porque a esas alturas es como se elige al personal) con un currículo epatante capaz de convencer al personal del extraordinario intelecto que encierra la cara bonita (o fea, eso es lo de menos). Es algo que les funciona, siquiera por un rato, al menos aquí, porque en el resto del mundo los méritos académicos es algo que se aprecia por lo que realmente es: mérito y prueba de esfuerzo y dedicación.

Estos días presenciamos la divertida aventura de una diputada del PP de 35 años que ha dimitido de todos sus puestos al descubrirse que se arrogaba títulos universitarios que no poseía. No es la primera vez que pasa algo parecido en este partido. El anterior escándalo ocurrió en 2018 cuando Cristina Cifuentes alegaba disponer de un máster de la Universidad Rey Juan Carlos a cuyas clases nunca acudió presencialmente, cuyas evaluaciones fueron falsificadas por la propia universidad, y cuyo preceptivo trabajo de fin de máster tampoco redactó ni presentó. Lo mismo que aquel lumbreras palentino, Pablo Casado, que alegó ser licenciado en Derecho por la Complutense de Madrid y disponer de un grado en Administración y Dirección de Empresas y un máster en Derecho Autonómico por la Universidad Rey Juan Carlos (URJC), todo ello en tiempo récord, con convalidaciones dudosas y todo tipo de irregularidades.

No hablaré de los muchos casos similares que salpican al Psoe, o a Podemos, o a Sumar, o a cualquiera de los partidos que carecen de procedimientos estrictos para la contratación o promoción de su personal en puestos considerados de responsabilidad. Ahí están los ejemplos. Basta contemplar el del indocto, que sí dispone de título de licenciado (conseguido en una universidad de medio pelo) y un título de doctor con una tesis de chichinabo escrita por otros plagiando textos de una reducida biblioteca. Usted alegará que los títulos están y no han sido anulados, pero el andoba también infló un simple programita en liderazgo tildándolo de máster por el IESE, cosa que corrigió al cabo de unas cuantas legislaturas, cuando estalló el escándalo de la Cifuentes. La conclusión obvia es que muchos de ellos no tienen carrera, pero oiga, eso las ha dado lo mismo porque lo que sí tienen es una eficiente carretilla donde llevarse sinecuras, dietas, sueldos y halagos, mientras son políticos, y después maestría en puertas circulares. De hecho, si observamos al indocto o a sus antecesor, el Zapatero y el Rajoy, convenimos en que ni siquiera necesitan haber leído nada (el Marca no vale). 

En fin. Parece común que los políticos se avergüencen de los estudios que, tras haberlos iniciado, no han llegado a completar, o que conviertan en gigantes aquellos estudios cortos y simplones que sí se atreven a culminar. Será que el trajín diario en favor del partido les impide acabar aquello que comienzan, especialmente en una materia tan delicada como es la formación, o dedicar su comprometido tiempo a empresas educativas verdaderamente nobles. Y eso significa dos cosas: una, que aquello para lo que son elegidos no necesita formación reglada y certificada; que en lugar de tomar la decisión de seguir cursando unos estudios que consideran muy necesarios, prefieren atajar y darlos por obtenidos sin atravesar las amarguras y sacrificios que ello conlleva, o directamente travestirlos de lo que no son. La mediocridad, la desvergüenza, la corrupción o el puterío son la consecuencia de una manera de entender la política como servidumbre y docilidad, jamás como resultado al mérito. 

Pero, ¿saben una cosa? Alardearán todos ellos (los sinvergüenzas) de sus títulos, sus másteres, o sus excelentes meninges, aunque no las tengan o las hayan disfrazado. Pero son sabedores, en la intimidad del silencio, que todo lo que llevan por dentro es un gran vacío al que no tienen más remedio que rodear de mentiras. 


viernes, 18 de julio de 2025

El rebaño y su caudillo

Pedro Sánchez nunca ha gobernado. Su gobernanza se reduce a un sueño húmedo orientado al solo objetivo de dormir en la Moncloa el mayor tiempo posible. No es un caso aislado, ni único, pero sí probablemente uno de los más simples de que se tenga noticia. Con su biografía, difícilmente puede pergeñarse un esbozo apresurado del Macbeth shakespeariano. ¡Ya querría él! Los seres mediocres, cuando la suerte llama a su puerta y logran acceder a designios mucho más egregios que sus méritos, reducen las miras de su ingenio a lo único para lo que están capacitados: el enaltecimiento de su ego y la codiciosa labor de mantenerlo. El indocto, incapaz siquiera de escribir los libros que firma o la irrisoria tesis con la que pretendió denominarse sabio, en distintas ocasiones ha reflejado su deseo de pasar a la Historia. Y es cierto, su nombre figurará en los anales aunque que nadie los lea, pero no precisamente para bien. 

En muchos aspectos su trayectoria resulta asombrosamente similar a la de aquel infame y solemne bobo que es José Luis Rodríguez (Zapatero): la perfecta inutilidad de su gobernanza, regalada (antes que obtenida) por las oscuridades del Estado, solo le sirvió a él mismo (y a sus más estrechos colaboradores) para hacerse con una no pequeña fortuna a cambio de erigirse en la bisagra de algunos de los más abyectos y repugnantes dictadores y terroristas del planeta. En eso, al parecer, significa ser de izquierdas (aún desconocemos la interpretación de ser de derechas, tan confusos campan muchos de ellos por sus prados). No hace demasiados días, un parlamentario con más de rufián que de noble, lo corroboró en el hemiciclo: la izquierda es honrada, no es corrupta. Por supuesto, puede ser delincuente, puede ser insolidaria, puede incluso ser terrorista (que de todo ello fueron sentenciados unos cuantos, bastantes, de sus compañeros de partido o de andanzas), pero con honradez, oiga, con honradez. Unos y otros, desde esa honorabilidad izquierdosa, coadyuvan a que ellos y otros como ellos copen las altas esferas del poder tanto público como privado (este último es imprescindible cuando el primero concluye por orden popular), al tiempo que construyen argumentarios de progresía y reformismo social, tal vez por aquello de que siempre habrá pobres en el reino de los cielos, y la pobreza suele ir acompañada de una frustración secular que impide observar los derroteros de la historia con clarividencia. 

Volviendo al indocto, ese inculto que nos desgobierna desde hace ya un buen puñado de años, y que jamás ha podido erigirse con su política en emblema y admiración de unos u otros (cosa lógica si volvemos a lo expuesto en el primer párrafo), conviene repetir cuantas veces sea necesario que su lógica social, preñada hasta los cancanujos de violenta polarización, jamás ha buscado promover el bien común. De hecho, como París bien vale una misa para los hugonotes con aspiraciones a reinar, él ha abrazado con fe de converso las proclamaciones más radicales del comunismo patrio. Debe advertirse que los adalides del bolchevismo patrio no son obreros o parias de abolengo humilde, hijos de la tierra o del duro trabajo en las fábricas y sentinas de la nación, sino pijos y niños bien que jamás han debido partirse los cueros para sobrevivir y ahorrar unos cuartos. Sin embargo, son ellos los que han logrado concitar (en mayor o menor medida, siempre para ese rango ideológico) las simpatías y los votos de quienes aún siguen creyendo que este mundo es una lucha de clases donde solo quienes piensan igual están en posesión de la verdad. Exactamente lo mismo que el indocto. Llevamos bastantes años comprobando lo que significa que gobiernen los pijos neocomunistas. Ellos alcanzan a disponer de mansiones, pensiones cuantiosas y ningún temor por el futuro, defendiendo, en aras de no sé qué pretendida justicia social, a los más miserables e indignantes despojos humanos: ex-terroristas, okupacionales, inmigrantes inasimilables en sociedad alguna, irredentos secesionistas... Son tiempos de gobierno de la más ultraizquierda que haya podido verse desde los tiempos de la Bastilla, pero unos y otros, por aquello de la incultura epigonal de sus simpatizantes y votantes, no dejan de proclamar su temor a que sobrevenga la extrema derecha en el poder, llamando de esta guisa a cualquiera que se mueva un ápice al margen de sus idearios. El indocto, porque le interesa, es uno de estos catetos con escaño. 

La lógica política del monclovita tan enamorado de su mujer, aunque mucho más enamorado de sí mismo (hombre hecho a sí mismo que ha demostrado que la incultura, la ausencia de lecturas y de respeto hacia los demás no es óbice para hacerse con el poder) hace demasiados años que viró hacia el aseguramiento de su permanencia al frente del Gobierno y de su partido, un patético PSOE, algo que no deja de ser -con total verosimilitud, tras tantas pruebas manifiestas- una abyecta operación de supervivencia personal. La Historia demuestra que tal afán solo puede ejecutarse desde la autocracia y la dictadura más inmisericorde. De hecho, es algo que repite como un mantra de autoafirmación: que él y quienes lo sustentan, son más que todos los demás. Si lo suyo es dormir en la Moncloa otra noche más, lo de sus afines (que lo son por conveniencia o por conveniencia, no hay más) es esquilmar los dineros y poderes del Estado hasta no dejar en él ni las raspas. Por eso no le importa cuántos escándalos le salpiquen, cuántos colaboradores caigan, cuánta podredumbre se ventile alrededor de su círculo más próximo, o cuántos méritos esté él mismo acuñando para acabar con sus huesos en la cárcel. Él sigue. Sus conjugaciones verbales solo contienen presente de indicativo: el futuro es incierto y se dirime en un subjuntivo que ya nadie usa. 

Lo más grave de todo este panorama, a mi parecer, es lo que retrata la horrible partitocracia en que vivimos, sistema que no atesora ni un solo beneficio para los ciudadanos. Si hablamos del PSOE zombificado en que ha convertido el indocto a su partido, resulta esclarecedor que nadie en su Comité Federal haya discutido con claridad las tropelías que el individuo comete (hay quienes, dentro del partido, sí lo discuten, pero son voces prontamente menguadas, incluida la del propio Felipe González). Que él y todos sus ministros descuellen en incompetencia y sean chantajeados cada minuto del día por un puñado de delincuentes y expresidiarios, infamia ante la que el indocto, como sola respuesta (aún llamada eufemísticamente por algunos "acción política") solo ha sabido hacer una cosa -conceder-, y que nadie dentro de los canales de gobernanza de su partido haya sido capaz de elevar la voz, se explica por la simple razón de que, en ese Comité Federal, solo están los borregos que él mismo ha ido colocando hasta convertir el órgano de gobierno del partido en un redil para sus fieles ovinos. De hecho, a estas alturas tanto ha concedido, tanto ha entregado a secesionistas, delincuentes, prófugos, ex-terroristas y los vascuences de la txapela que solo se acuerdan de su patrón cuando se les invoca el nombre del marrano, que muy probablemente ya no sepa encontrar qué más regalar a los extorsionadores. Y los demás, los suyos, militantes o simples smpatizantes y votantes, a callar. Este canalla y su equipo no son los únicos responsables del desatino en el que vivimos. Disponen de más de siete millones de cómplices que aún se creen la historia de su destino como capos que han de erradicar el extremaderechismo del país para que ellos, los ultraizquierdistas, sigan haciendo de las suyas sin oposición alguna. Este horrendo fenómeno circense... digo, político, va mucho más allá de un simple caso de personalismo. Como hemos mencionado, el indocto ha consolidado en su partido una estructura cesarista disfrazada de democracia interna. Es cierto que pasa lo mismo en todos los partidos, donde se liquida a cualquiera que abra la boca para emitir una opinión distinta a la de su caudillo y líder (de nuevo, los males de la partitocracia). Y ese es el punto en el que estamos, porque incluso el más patán de todos los socialistas del Congreso (un individuo lerdo y de pocas luces, con portavocía en el Congreso, que una vez gobernó en las Vascongadas) ha sido capaz de decirle al famoso jarrón chino fundador del felipismo (y que hubo de irse del Gobierno a causa de los Gal y otras corrupciones) que se vaya por donde ha venido. El más inútil y patán tiene mando en plaza. Acabáramos. Las implicaciones de estas actitudes causan estupor, cuando no honda preocupación. Impera la obediencia acérrima incluso ante el más tremebundo de los escenarios: así se vaya todo el país a tomar por el culo, los parlamentarios seguirán aplaudiendo ensoberbecidos hasta que les sobrevenga la muerte, política o no. Y obviado el Comité Federal, por imposible, ¿qué pasa con la militancia? ¿Dónde están esos miles de afiliados socialistas que antaño llenaban las casas del pueblo con debates encendidos, discusiones ideológicas y propuestas de país? Se lo respondo yo: callan los pocos y aplauden los más. Es en lo que fundamentan los tiranos su destino (y en la historia reciente de Europa hay unos cuantos ejemplos) : en la movilización de sus hipnotizados seguidores. Los alemanes de la década de los treinta solo despertaron de su locura cuando fueron aplastados militarmente por los aliados y su país pasó a ser ocupado. A las masas les cuesta un universo y medio apartarse de las consignas burdas, zafias y populistas, da lo mismo que hayan devenido inveraces. En este país, fueron los propios militantes socialistas quienes entregaron el partido a un hombre de probada incapacidad intelectual y quienes, una vez en el gobierno, le han venido respaldando pese a que su única praxis es concentrar todo el poder, no responder ante nadie y permitir que los suyos medren por donde quieran. La militancia ha pasado de ser el alma del PSOE, con capacidad tanto crítica como de alabanza, a ser una muy vulgar coartada. La excusa para que el indocto se crea legitimado en cada atropello que acomete: "yo respondo ante las bases". Pero esas bases, más que sostenimiento, han devenido alfombras. Nadie construye una farsa de este tamaño sin una masa predispuesta hasta los cancanujos a obedecer la palabra ideológica, aunque provenga de alguien que no tiene ninguna. La militancia es cómplice por acción y también por omisión. No solo ha renunciado a su función deliberativa y entregado su voz. Se ha incapacitado a sí misma para enderezar el decurso de encallamiento de sus siglas. Las primarias,  ese bálsamo de Fierabrás llamado a democratizar los partidos, solo han servido para una cosa: ser el caballo de Troya por donde se adentran los tiranozuelos que piensan y sienten y viven al margen de cualquier conducta moral o púdica. El primer secretario general del PSOE elegido por primarias es, al mismo tiempo, ¡oh, casualidad!, el primero en comportarse como un dictador cualquiera.

El resultado está a la vista: un Gobierno que funciona como una desbaratada sala de máquinas con la sola misión de parir cualquier barbaridad que los secesionistas y proterroristas y demás comparsas quieran para sí mismos. Por supuesto que no dispone de un proyecto de país (nunca lo ha tenido) o un presupuesto (se cree por encima de la Constitución y la manosea como quiere coadyuvado por toda una recua de inmorales que lo siguen aborregadamente). Por supuesto que no queda ni rastro de esa izquierda que pretendía renovar España. Y mientras tanto, el país entero entra en la fase más obscura y profunda de su decadencia política. Y así seguirá sucediendo mientras el indocto Sánchez siga, mientras los ladrones que esquilman y roban al resto de España sigan.

El verdadero problema no es que Sánchez no se quiera ir. Es que tiene aún todo un ejército multifuncional que lo defiende y sostiene.

viernes, 11 de julio de 2025

La fiesta somos nosotros

Sanfermines. Fiestas del toro. Fiestas sin toros. Verbenas. Fiestocas. Guateques (nadie los llama ya así)... Pero, ¡qué maravillosas son las fiestas populares! ¿Verdad? Esa gloriosa suspensión de la realidad donde todo se permite salvo quedarse sobrio. La liturgia que comienza con un chupinazo, o con un  edicto, o con un simple bando, o con el repique de campanas, o como sea, y termina indefectiblemente con un vómito colectivo. El ambiente no es solo jovial, festivo, vivaracho: además huele a vino peleón escanciado sobre las aceras y asfaltos, a sudor consentido y micciones esquineras, a miasmas de libertad gritona y repelente. Eso, por no hablar de lo que los modernos denominan el "dress code", porque lo de la etiqueta hace tiempo que, como muchas otras palabras de nuestro diccionario, ni se emplea ni se sabe lo que significa. Las gentes visten de peña, digo de pena, con camisetas feas y sucias, desfavorecedoras, de blanco (o el color que sea) sedicentemente impoluto porque, de un modo u otro, están manchadas con tinto barato, copas de garrafón vertidas sobre los hombros y residuos de alimentos bravíos, fritangas y repugnancias varias. El resto de la vestimenta son lo mismo bragas en la cabeza que calzoncillos en el sobaco. En todo caso, la dignidad en paradero desconocido. 

San Fermín -por poner un ejemplo- es solo una excusa. Santos y vírgenes actúan como intermediarios entre el inexistente cielo donde moran y el mundanal ruido de las calles, porque de alguna parte había que adoptar una patrona o un patrón. En mi terruño, que antes -cuando el pueblo rezumaba vidas-  festejaba por Santa Isabel (prima de la Virgen María, 2 de julio), y ahora festejan los fines de semana más próximos -porque el pueblo rezuma soledades entre semana-, o cuando mejor le conviene a la hija del alcalde -las corrupciones no conocen dimensiones menores-, las fiestas empiezan con una suelta de cohetes, repique alegre de campanas, procesión (a Santa Isabel la llevan los mozos sobre los hombros y a la Virgen las mozas, y nadie protesta), Santa Misa, convite y lo demás -incluida la inexcusable verbena- son actividades pagadas por todos, esto es, por la Diputación, porque otra cosa no, pero de las fiestas de los pueblos es de lo único que se ocupa. Antaño, cuando ya digo que en cada casa del pueblo vivía una familia, y no el aire o el polvo, acudían bastantes feriantes. Ahora no va ni el tato: los feriantes de pueblo pequeño también han desaparecido. Y las verbenas con orquesta, aunque sea de tres músicos, se hacen con DJ. No sé si la gente baila lo mismo. Hace más de treinta años que no voy por allá. Ni ganas que tengo.

En fin, quería decirles que lo de San Fermín (sanfermín, secularicemos todos) puede ser también la feria del jamón, la semana grande, la fiesta de la patrona, la bajada del santo o la tomatada padre. Lo que importa no es lo que se celebra, sino lo que se desata. Una catarsis, dicen los más poéticos. Una excusa para que adultos hechos y derechos se comporten como si la civilización hubiera sido una mala idea. Durante esos días, se caen las formas lo mismo que se cae un botellín al suelo. Y no pasa nada. Porque "es normal", "estamos en fiestas", "todo el mundo lo hace". El alcohol y las gamberradas democratizan la torpeza, y la ingente masa orteguiana siento libertad para borrar los límites, porque nada hay que envalentone más que los gritos colectivos. Cuando el jolgorio finalmente acalla, las voces silenciadas siguen musitando: oye, ¿realmente todo esto os vale? Y no, no me refiero a las vaquillas (los toros mueren en los cosos con arte y dignidad, pese a quien pese, pero las pobrecitas churras sufren todo tipo de maldades y abominaciones antes de acabar siendo filetes). Como tampoco a las manadas asalvajadas que asaltan doncellas. Me refiero a las personas como usted y como usted (porque yo a fiestas no voy).

Los festejos, en el fondo, no inventan nada. Lo que sí hacen es amplificar. Son el antecedente del ciudadano anónimo de las redes, bajo cuyo pseudónimo se arroga el derecho de ser Atila. Es lo que somos cuando nadie vigila. Luego usted podrá glosar loas al espécimen humano y señalar el altísimo valor de cada vida. Si el inconsciente, en el siglo XIX, ocultaba personas ocultas dentro de la persona física de mayor relevancia que la pública, en el siglo XXI, con los dos últimos dígitos intercambiados, lo que sale a flota es pura inmundicia. Es lo que sentimos cuando creemos o consideramos o advertimos que no hay consecuencias. Aunque muchos crean que los festejos son un paréntesis en la vida, porque rompen con las rutinas penosas del día a día, en realidad son un espejo de azogue perfecto. Tan perfecto que apenas nunca devuelve una imagen amable de nosotros mismos. Más bien, una lamentable. Eso son las fiestas: vulgaridad exacerbada.

Durante siglos, las fiestas sirvieron para romper la rutina, para recordar los ciclos, para conectar con la comunidad. Ocurría en mi terruño. Cada día del estío era un día de duro trabajo. Pero máquinas y personas paraban por Santiago o la fiesta patronal o la Virgen de agosto (los animales, lógicamente, nunca). Hogaño es posible irse de fiesta cada día de cada semana de cada año, y los fines de semana mucho más. ¿Para qué necesitamos un refugio emocional y anestesiar lo que ni siquiera sabemos nombrar, que es nuestro pavor por el silencio y la calma? Cuesta sentir, estar... por eso necesitamos ruido. Mucho ruido. Música atronadora, fuegos artificiales, carreras, masas, empujones, vomitonas, animales mancillados, comilonas, borracheras... Quizá por todo ello nos aferramos a la fiesta como a un salvavidas, porque nos recuerda que somos capaces de sentir algo en este mundo del que, nosotros mismos, hemos erradicado la reflexión, la erudición, el conocimiento, el pensamiento crítico, la ataraxia... y lo hemos hecho de forma torpe, exagerada, burda, buscando volver al sentimiento de recua, de tropa, de manada, no importa cuánto digamos estar solos, cansados, sobrecargados de todo lo que no se celebra.


viernes, 4 de julio de 2025

Descripción de horrores

A mí no me cabe ninguna duda de que, en el momento presente, aquello que muchos vienen denominando como crisis constitucional, y que refleja una realidad casi terrorífica dominada (no solamente) por las políticas sectarias y devastadoras del actual Gobierno, no es un concepto entendido correctamente por la ciudadanía. Las gentes saben de tipos que se lo han llevado crudo con los sobornos perpetrados por el partido en el poder (el PSOE), pero no sabe nada de lo que está sucediendo en Indra o Telefónica, donde el unto no es manteca de carreteras o puentes o túneles, sino estrategias militares a muy largo plazo, y los montos superan en cuatro o cinco ceros (como poco) a los importes cerdáneos, que no dejan de ser unas migajas muy bien apañadas (para quien se las lleva) ante las que siempre hay políticos colúbridos dispuestos a dar el bocado (para eso se meten a políticos, aunque usted siga pensando lo que le diere la gana al respecto). Las gentes saben que el Gobierno mueve los hilos de instituciones de apariencia independiente como la Fiscalía General del estado, el Tribunal Constitucional o la Abogacía del Estado (independiente significa que no admite intervención ajena: ¿no le da la risa leerlo?), pero se resigna a encogerse de hombros, porque no puede hacerse nada, y contemplar indignadas las manipulaciones descaradísimas de esos altos sirvientes del Estado, devenidos consciente y proactivamente en títeres del poder dimanante del palacio monclovita sin que se les caiga la cara de vergüenza por ello. En puridad, no es que crean que no puede hacerse nada: es que tienen miedo de que las huestes del mal, encarnadas por el Gobierno y sus miles de comparsas, que entrañan todos juntos la más despreciable calaña que jamás antes haya parido esta joven democracia nuestra, acaben tergiversando cuantas lecturas constitucionales sean y promulguen leyes para perpetuarse ellos en la esquilma y extracción a la que se encuentran ya acostumbrados. Y cuando eso suceda, ocurrirá lo más horrendo de todo: tendremos que elegir entre convertirnos en un país amancebado con esa izquierda que ideológicamente acaba tiranizando pueblos enteros (véase Venezuela, México, Corea del Norte, Cuba...) o elegir la ruta de las asonada y levantarnos, si es necesario por las armas, contra todos ellos, sabiendo que nos acabarán matando, porque el dinero del Estado, el elemento más corruptor que existe en la naturaleza humana, concita la unión de quienes superponen su razón ideológica al bien de todos.

Esto que se viene denominando sanchismo, y por el que pasará a la Historia un individuo tan inútil e iletrado como maligno en su egotismo (porque las ansias excesivas de poder que llamamos ambición responden a este tipo de despreciable cualidad), no es cosa de un solo hombre: es una colección de muchos hombres y mujeres, por lo general perfectamente inútiles o devenidos baldíos con el tiempo, que gozan sobremanera imponiendo a diestra y siniestra su gansterismo, algo para lo que necesitan cuantos más secuaces mejor, sobre todo si están bien colocados (jueces, fiscales, directores generales, periodistas, ministros...). Ante esta realidad, que hogaño se evidencia con una crudeza y una acritud tan visible y ostentosa que causa daño a las mentes próbidas, viene a reafirmar que incluso un concepto idílico y romántico como es el de la democracia, se transforma con el tiempo igualmente en tiranía. Al final resulta que mis amigos árabes tienen razón: ellos piensan que la democracia no es el sistema político adecuado para sus naciones islámicas. Odio concluir que la democracia es solo un paso intermedio para la dictadura de las mayorías. 

Ya lo ven ustedes. Quien no ganó las elecciones y vindicó formar parte de una mayoría compuesta por cuadrillas de partidos políticos de diversa calaña (ex terroristas, insurgentes, mafiosos y resto de lunfardos), ha podido consumar el mayor crimen que un gobernante puede consumar: dividirnos a todos, destruir la convivencia civil y arruinar el entramado moral que denominamos Constitución en aras de una autoproclamación de progresismo que muchos ciudadanos necesitan para perdonar, o simplemente no querer ver, la profunda corrupción larvada en el palacio monclovita, y que no es solo cuestión de dineros (eso es casi lo de menos, aunque sea lo que más indigna), sino cómo se maniobra de continuo para que nacionalismos identitarios, con sus raíces xenófobas y supremacistas, que tantos en Cataluña y en las Vascongadas secundan desde la calle, herederos de la violencia terrorista y la mayor corte de comunistas hipócritas que ha contemplado jamás la piel de toro, destrocen el territorio en el que convivimos todos. Y sí, es un destrozo continuado, como el perpetrado por la Fiscalía (que el idiota designado para gobernarla esté imputado y se mantenga en su puesto frente a viento y marea entra dentro de la lógica de destrucción en que estamos inmersos), o como lo protagonizado por el Tribunal Constitucional con su resolución sobre la Ley de Amnistía, una ley escrita por aquellos que han de beneficiarse de ella, y pactada en complicidad por el socialista a quien se encargó formar las alianzas del gobierno y que se encuentra en la cárcel acusado de enriquecimiento y que era elogiado hasta hace unos pocos días por la misma horda de patanes que hoy intentan convencer a propios y extraños de que no lo conocen. Véase quién, dentro de ese Tribunal Constitucional al que muchos teníamos por adalid de probidad e imparcialidad, ha ejercido la ponencia de tan interesada causa: una señora con idéntica expresión de fealdad e hipocresía que el pompidú que la ha designado, experta en violencia de género y en satisfacer los apetitos de su inmensa y descomunal voracidad ideológica. A esto ha llegado el esperpento hispano, a esto hemos quedado reducidos los ciudadanos: en ser meros espectadores de las mayores infamias, sucedidas una detrás de otra sin descanso alguno entre ellas, mientras vemos cómo los peores catalanes y los peores vascos se llevan en crudo, y sin conmiseración alguna, lo que es de todos. 

Ah, sí: que este fin de semana ensalzan (nuevamente) a un gallego no muy cultivado, de quien ya se dice que será mejor presidente que candidato (aquí no se consuela quien no quiere), y que será quien lo arregle todo cuando este periodo de horrores incesantes desaparezca. Ya les contaré lo que hará el gallego: lo mismo que el otro.