viernes, 25 de abril de 2025

El pensamiento que ha de permanecer

Ha muerto el Papa Francisco. Como figura que ha ocupado el centro simbólico de millones de personas, su partida merece respeto y una pausa. Pero también, si uno cree que la palabra debe decir la verdad aunque duela, merece juicio. Durante el último medio siglo, la Iglesia católica ha estado marcada por tres rostros profundamente distintos. Tres formas de entender el mundo, la fe y, sobre todo, al ser humano. Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco no solo ocuparon el mismo cargo: representaron tres modos divergentes de pensar lo divino y lo humano. 

Benedicto XVI, para mí, fue el más lúcido de todos. No porque su teología fuera accesible —que no lo era—, sino porque detrás de cada frase se intuía una arquitectura del pensamiento que ha desaparecido de casi todos los ámbitos del discurso contemporáneo. Ratzinger no escribía para emocionar, sino para comprender. En Spe Salvi, por ejemplo, leemos una crítica del progreso moderno que no se agota en lo religioso, sino que habla también a la filosofía de la historia, al deseo humano, a la finitud. En Caritas in Veritate, ofrece una lectura ética de la economía global que aún está por leerse a fondo. Fue un hombre silencioso y profundo, tan elegante en su pensamiento como solitario en su camino. Sus tres libros sobre Jesús de Nazaret debería formar parte de la biblioteca personal de todo creyente.

Juan Pablo II, en cambio, supo mirar al mundo. No con la distancia teológica de un académico, sino con el ojo de quien ha conocido el totalitarismo, la precariedad, el miedo, y aun así confía en el ser humano. Su personalismo fenomenológico, su defensa de la dignidad humana, y su voluntad de unir fe y razón hacen de Fides et Ratio una obra mayor. Pero fue también el primero en intuir que las grandes cuestiones del cuerpo, de la sexualidad, de la vida en el siglo XXI, necesitaban un lenguaje nuevo. Lo intentó. A veces cayó en el normativismo. Pero nadie puede acusarlo de indiferencia. Fue un Papa extremadamente querido, viajero, que supo conectar con una sociedad cansada de la guerra fría, de las tensiones del comunismo, de las diferencias abismales entre continentes, un Papa que levantó a las masas. Pero también fue un distinguido teólogo, capaz de dotar de profundidad religiosa su praxis.

Francisco, en cambio, no supo —o no quiso— pensar a esa altura. Su discurso fue pastoral, narrativo, hecho de gestos y llamados, de denuncias sociales y apelaciones morales. Todo lo cual puede ser útil, incluso necesario. Pero su pensamiento, comparado con el de sus predecesores, carece de densidad. En Laudato Si’ y Fratelli Tutti encontramos intuiciones justas, pero poco desarrollo, o ninguno. En sus encíclicas falta estructura, falta concepto. Francisco habló con el pueblo, sí, o al menos con un pueblo torpe y mítico que solo piensa en términos de "diosito" (el concepto sudamericano de la fe es así de mezquino) o de preceptos y dogmas (la Iglesia sigue empeñada en vindicar la universalidad de sus fundamentos más antiguos), pero olvidó a quienes, sin creer, lo que buscan es comprender, y a quienes, creyendo, lo que necesitan es modernizar sus creencias.

Y eso es lo que más lamento del papado de Francisco. Como ateo, no espero coincidencias doctrinales. Pero sí exijo —a quienes ocupan lugares de trascendencia simbólica— que se tomen en serio la inteligencia. Que no reduzcan la fe a la consigna a la que la inmensa mayoría de los creyentes la han reducido, ni la ética a una compasión estúpida y absolutamente alejada de la realidad del mundo. Ratzinger lo hizo. Wojtyła también. Francisco, no. Su papado ha sido, desde mi mirada, intrascendente. No porque haya hecho poco, sino porque ha pensado poco, o nada. Seguramente nunca fue un hombre destinado a iluminar el pensamiento ajeno, pero me pregunto en qué medida ha iluminado a unas masas suficientemente aborregadas en lo doctrinario y el pensamiento mágico. Porque al querer ser cercano, dejó vacía la cátedra.

El lunes falleció un Papa. Acompaño el duelo de quienes lo han amado. Pero también reclamo, desde el margen, el derecho a decir que lo que permanece, al final, no es la simpatía ni el aplauso fácil. Lo que permanece es el pensamiento. Y en eso, la historia pondrá a Benedicto XVI por encima. Y a Juan Pablo II en la memoria eterna de todos.

(Puede leer un desarrollo más completo del texto anterior aquí)

viernes, 18 de abril de 2025

Fe rota y ciega (y el arte de no pensar)

En ocasiones consuela comprobar cómo la parte cultural y artística de la religión católica, que tanto se evidencia estos días de Semana Santa, es con toda justicia exaltada y admirada. Aunque sea como una suerte de parque temático de orígenes oscuros y, en alguna medida, evitables. Casi podría decirse que resulta más valiosa para quienes no acaban de aceptar los preceptos cristianos. Y no hay nada de excepcional en ello. El cristianismo que se predica hoy, el que se canta con guitarras en las salas de culto o se exalta desde los balcones episcopales, tiene muy poco que ver con los textos, los conflictos, la sangre y la pasión que lo fundaron. Ya no es la fe de quienes esperaban el fin del mundo, ni la de los que se estremecieron al ver morir a un justo. Es, más bien, una religión de identidad. Una pertenencia. Un hábito cultural o una defensa de valores abstractos que nadie vive realmente.

Ni el Jesús apocalíptico, ni el Cristo místico, ni las cartas de Pablo, ni la formación del canon, ni la tensión escatológica, forman parte, en realidad, de la fe cotidiana de la inmensa mayoría de los creyentes. Los cristianos actuales no vive en el drama teológico, sino en el consuelo emocional. No debaten sobre las interpolaciones en las epístolas paulinas ni sobre el simbolismo mistérico del bautismo. Rezuman piedad, pero no exégesis. 

Y tal vez no haya nada más humano. Lo que la gente suele llamar “fe” no es una interpretación escatológica del tiempo, sino una proyección afectiva de su necesidad de sentido. Para muchos, Dios no es el absolutamente otro, ni el que irrumpe en la historia a través de la cruz. Es un padre atento, un Jesús dulzón que escucha súplicas, que se preocupa por la salud del gato, que ayuda a encontrar las llaves perdidas, que manda señales a través de canciones o nubes. La escatología se ha convertido en autoayuda. El Reino de Dios en bienestar personal. La cruz en decoración. Y la oración en una especie de carta a los Reyes Magos.

El dogma, en este contexto, se acepta como se aceptan las supersticiones: sin comprenderlas, sin querer comprenderlas, como una contraseña tribal. La Trinidad, la encarnación, la redención, el pecado original... todo se repite con un asentimiento automático, pero desprovisto de su filo histórico y existencial. Son misterios no porque desafíen la razón, sino porque ya nadie se atreve a pensarlos. La teología —cuando no se sospecha de ella como amenaza— es considerada innecesaria, incluso presuntuosa. La ignorancia se disfraza de humildad, y el pensamiento se mira con sospecha.

No es una crítica moral, sino cultural. La fe se ha democratizado hasta hacerse inocua. En vez de estremecer al sujeto, lo protege. En vez de desinstalarlo del mundo, lo reconcilia con él. Y, por eso, la figura de Jesús se ha infantilizado: de profeta escatológico a superhéroe espiritual, de signo de contradicción a terapeuta afectivo. Se ha domesticado el fuego del Evangelio. Se ha silenciado el grito del Apocalipsis. Se ha reducido el Reino a una sonrisa.

Y, sin embargo, hay algo que persiste incluso en medio de esa vulgarización: la necesidad de creer. De que alguien escuche. De que la historia no termine en la tumba. De que el amor tenga la última palabra. Tal vez no es la fe de los Padres de la Iglesia, ni la de Pablo, ni la de Jesús mismo. Pero es fe al fin, aunque confundida, aunque disfrazada de infancia espiritual.

Quizás algún día esa fe vuelva a arder. Quizás la teología vuelva a ser respirada como necesidad, no como escolástica. Y entonces, el Cristo escatológico dejará de ser una figura de papel para volver a ser lo que fue: la interrupción del tiempo, la grieta en la historia, la promesa viva en medio del absurdo.

Yo, en estos días de Pascua, les invito a que lo hagan desde aquí.

viernes, 11 de abril de 2025

Patos nadando o volando

 A los mandamases (máximos dirigentes de uno de los tres poderes del Estado) suele encantar mucho confrontar a los máximos dirigentes de los restantes poderes del Estado y, con especial empeño, el de la justicia, porque las cuadernas de los parlamentos ya viene arboladas por idénticas representaciones estadísticas a las que los llevan a ellos, mandamases ejecutivos, a Gobernar en nombre de todos (lo que debería ser), de unos pocos (lo que, de hecho, es) o de nadie salvo ellos mismos (lo que jamás debería ser). El escrutinio de la ley es el que es, guste más o guste menos, y quienes hemos probado los sinsabores de las lentitudes, subterfugios y mendacidades que lo conforman, sabemos de las dificultades por las que atraviesan los jueces a la hora de encausar los delitos. Y suele suceder, porque jamás sucede lo contrario, que el gobierno de la ley opere contra los mandamases ejecutivos en cuestiones que no sean abusos legales, corrupciones muchas y sometimientos a la población. 

En España, este extraño país que todos admiran fuera y que tantos repudiamos dentro por la velocidad con la que se reproducen los idiotas y mediocres, especialmente en los zoológicos partidistas, llevamos un tiempo soportando las veleidades de un tipo mediocre, malo (en todos los sentidos), iletrado, tan rematadamente torticero (y buen conocedor de los entresijos del poder) que para cubrirse las espaldas, se ha arrogado el afán protagonista en instituciones como el Tribunal Constitucional, la Abogacía del estado o la Fiscalía General, con los resultados por todos bien conocidos, salvo a quienes, hooligans de sus ideologías, comulgan con las hostias reconsagradas de las que hablaba la semana pasada, y que no son pan ácimo precisamente, sino panes como tortas directamente percutidas en la boca de los estómagos de quienes solo podemos hacer dos cosas: pagar cada vez más impuestos y callar (acaso pataleando). 

Todas estas cosas suceden porque, alrededor del mequetrefe indocto, hay un puñado de gentes a las que se creía buenos profesionales en lo suyo, pero que por ansia de ser ministros (aunque sea de marina), han pasado por una reconversión que ríase usted de la industrial de los años 80. Y como, pase lo que pase, nunca pasa nada, salvo en las mesas de Waterloo, donde pasa todo lo que pasa en la España que detestan, nos hallamos en la tormenta perfecta de la inmoralidad de un Gobierno títere tanto de sus cabritunos socios como de su primer ejecutivo, abrazador de cuantos conceptos le pongan para firmar encima de la mesa como pago a seguir durmiendo en el palacio monclovita otro día más (único espacio en el que poder hacerse rico, como le ha pasado a posteriori al otro idiota, el Zapatero aquel de las coces chinas y venezolanas). 

Abundan, y no solo en España, los ejemplos de cuán profundo es el deterioro de la política en el mundo. Nos reímos del pato Donald, cuyo parpeo mantiene en vilo a medio mundo con sus constantes locuras ucranianas y arancelarias, pero la crisis de cuanto sucede de puertas para adentro no es menor, sino muy superior, incluso respecto a la de nuestros vecinos europeos, que también tienen lo suyo. Óiganme, corren malos, muy malos tiempos para la lírica política. Aquí y allá, los mandamases establecen como objetivos no el trabajo duro y constante en pos del bienestar y la mejora de vida de los ciudadanos, sino cualquier cosa que los mantenga a ellos en el poder por tiempo indefinido. Y, ya de paso, a sus esposas, amantes, hijas, hermanos y amigos de la escuela. Así pasamos los días, y así los vamos a seguir pasando.

viernes, 4 de abril de 2025

El parentesco como arte escénico

Han pasado tantas cosas, y tantas siguen pasando, que casi lo henos olvidado. Y eso que sucedió,  como diría el otro, ayer mismo. José Luis Ábalos fue ministro de Fomento, número dos del PSOE y mano derecha de Pedro Sánchez en sus tiempos más correosos. Era, según la liturgia socialista, uno de los “hombres fuertes” del Ejecutivo. Hoy es, más bien, el protagonista de un vodevil institucional que combina escoltas, mascarillas, asesoras de belleza inquietante y un número indefinido de sobrinas de presencia discreta pero fulgurante. Buen material engendraban sus hermanos de sangre o políticos. Por supuesto, no se trataba de sobrinas de sangre —como se insinuó torpemente en un aún más torpe intento de evitar nombrar el tabú por su designación auténtica— sino de una curiosa constelación de mujeres bastante atracables a las que el entramado de Ábalos (y afines) proporcionaba piso, ropa, viajes, sinecuras y otras gabelas. Pero la realidad es que podrían haber pasado perfectamente por asesoras de imagen y asistentes de dietas alimenticias, pero nos tememos que la bendiciíon de los panes y los peces no correspondía en este caso al señor mío cuya pasión en breve se procesionará por toda España, sino a otra pasión mucho más casposa y escabrosa donde las imágenes semi desnudas no corresponden a un hombre torturado sino a hembras asobrinadas de encantos torturadores. 

Pero bueno. Mientras tanto, el jefe, el indocto monclovita, en lugar de sobrinas iba teniendo hermano y esposa a los que atender. Se trata del mismo personaje de quien decimos que es el presidente de este país y quien ni tan siquiera se ha molestado en declarar que no se enteraba de nada cuando Koldo firmaba contratos a golpe de comilona, o cuando sus ministros usaban la administración como agencia de colocación estética y de importación de carillas mascarillas. Y que, por cierto, cuando su propia vida marital hizo aguas por rumores sobre una periodista, coincidiendo con la información privilegiada de que a su señora la iban a categorizar de investigada en un proceso judicial (o varios, ya he perdido la cuenta), se encerró cinco días en Palacio a escribir cartas de amor como si el Estado debiera esperar mientras él se curaba las heridas del ego, de la vergüenza y de los cuernos.

No hay política sin cuerpo, al margen del ministro de economía, pero lo de Ábalos ha sido toda una exhibición involuntaria de banalidades y carne intuida: el del ministro lo era no en el sentido foucaultiano, sino en el literal. Su cuerpo, su sombra, sus silencios, su séquito de escolta y sus sobrinas buenorras. El cuerpo como símbolo de la impunidad al margen de su propia fealdad. Porque el caso Ábalos no es solo una mancha en la biografía de un ministro ya caído y obligado a enfrentar su oprobio y desgracia. Es una herida abierta no en la confianza ciudadana, que ya estamos a vuelta de todo con tanto como sigue sucediendo (qué aburrida solía ser la política antaño, por favor) sino en la propia confianza de los sociatas que aún conservan imaginación suficiente para comulgar con estas ruedas de molino que el contexto pedrosanchístico les coloca sobre la lengua. Por supuesto, el pobrecito hombre que paseaba en coche oficial a amigas maquilladas de parentesco y firmaba contratos con personas hoy investigadas, no ha pedido perdón. No ha devuelto un céntimo. No ha dimitido por iniciativa propia. Y aún se pasea por los platós pidiendo comprensión. En cada uno de esos actos de fe (defensa o ataque o lo que sea) hay un manotazo estampado en nuestra cara que recuerda los jolgorios de su reciente vida, donde las confabulaciones venezolanas y las señoritas de a bastantes miles de euros la noche y el día, son solo una parte del modo de entender la política por parte de esta gente.

Y da rabia. Y da envidia. Ábalos no es precisamente un latinlover. Ni un Casanova, ni un Don Juan, ni siquiera un secundario de culebrón. Es más bien un señor que vende fotocopiadoras usadas en una feria de barrio. Y, sin embargo, ahí lo tenemos: rodeado de mujeres despampanantes que entran y salen de hoteles, ministerios y despachos con la categoría genérica de sobrinas, muchas sin estudios, otras sin experiencia, y todas sin parentesco. Miss Asturias, Jesica... Qué más da los nombres y las designaciones. Todo ese puñado de bellezas de contorno generoso y currículum vaporoso fueron surgiendo en el disfrute de un verano institucional con cargo al erario y a los regalos de aires europeos y pantanos venezolanos. Paseadas con escolta como si fueran altos cargos y colocadas donde tocase como si la competencia a demostrar fuera llevar con estilo un bikini, mientras el tal Ábalos les sonreía con esa cara de oso fatigado que parece pedir un café y una napolitana de crema. Un tío que parece salido de una novela de funcionarios grises y que, sin embargo, ha sido capaz de vivir su propia saga hormonal con recursos públicos por la simple razón de que acompañó en un Peugeot al idiota que solo quiso mandar más que nadie y enriquecerse con ello (y en ello aún anda, para oprobio de la oposición).

Que la historia comenzara a tambalearse cuando se destapó el escándalo de las comisiones millonarias por mascarillas gestionadas desde el entorno de su ex-asesor Koldo García, es lo de menos. El hedor de la no proviene de que un ministro tenga amigas a las que tirarse por ser vos bondad infinita. Lo grave es que se hayan buscado fórmulas tan grotescas para el lío de las sobrinas acompañantes y los niditos de amor. A nadie parece mal que un señor feo como el demonio y con poder absoluto en el Gobierno guste de jovencitas que dan muy buen paisaje a las fotos de viajes y los coches oficiales. Pero esa medicación anti-edad tan eficiente en caballeros de compostura sombría debería estar incluida en la seguridad social. 

Así cualquiera.