viernes, 21 de marzo de 2025

La toga de los falsos dioses

En estos tiempos de malos cronistas e indisimuladas corrupciones, de todo tipo y al mismo tiempo, la épica constitucional parecía estar de capa caída. Diríase que sobreviene el colapso total y definitivo del Estado de Derecho. Responsables hay muchos, tantos que parece una metástasis, pero uno de ellos, uno solo, refleja la peor sinvergonzonería de todas: el Pompidou, así conocido el ente metafísico que, con gravedad bíblica, bajó de los cielos jurídicos para instaurar un nuevo orden político disfrazado de sentencias jurídicas. Todo ello desde la plenipotestad que le concede la presidencia de un órgano, el Tribunal Constitucional, anejo al Poder Judicial, pero sin formar parte de él, que bajo su liderazgo ha asumido responsabilidades de casación y redención de aquellos propios, nunca de extraños, perseguidos en aras de la justicia. Casi nada, que diría el otro, si tuviera ganas.

La pobre y muy provinciana Audiencia Provincial de Sevilla, pese a las lluvias contumaces y los tambores y saetas de las pasiones cristianas, ha osado recientemente cuestionar a esta falsa deidad okupante de un Olimpo togado que jamás fue erigido para tal menester. Hemos de referir que ese cielo de los falsos dioses (llamado TeCé) está nutrido por facciones tan enfrentadas como los partidos del hemiciclo, si no más, y que en buena medida han conseguido calar en el grueso de la sociedad (entre siesta y siesta, entre viaje y viaje de turismo o playa) la idea de que sus decisiones son superiores en todo a los altos tribunales de la nación, incluso más justas y mejor fundamentadas. ¿Y qué han hecho los diosecillos ante tamaña afrenta? Lo propio de cualquier organización criminal disfrazada de institución: aplicar el artículo primero del Manual del Mal Supremo, edición Deluxe. Porque si uno lee con atención —o simplemente con el ceño muy fruncido y una taza de indignación caliente— se da cuenta de que en realidad no estamos hablando de derecho, sino de una especie de tragedia shakespeariana mal guionizada, donde cada gesto del Pompidou no responde a argumentos jurídicos sino a vendettas personales del indocto que lo encumbró, así como sus respectivos humores palaciegos (sin los cuales no se sostiene el monclovismo al que el nefasto gobernante y sus parientes tienen tanta adoración) y, por supuesto, a ese plan maestro consistente en hacer que los sociatas consigan destruir España, pero quedándose ellos con el control del BOE. Ahí es nada.

Y claro, si uno parte de la base de que cada sentencia del TC es, en realidad, una pieza más del puzle sanchista y que cada voto particular se halla escrito con la tinta roja de los sótanos de Ferraz, donde imploran los corruptos y acusados a quienes quieren escucharlos, que son todos, entonces los matices técnicos sobre la malversación o la prevaricación dejan de importar. Porque lo relevante se convierte no en delimitar las razones jurídicas: más bien en adoptar un tono épico de resistencia institucional ante el avance irrefrenable del extremo-derechismo, cáncer tan extendido en los medios de comunicación, entre los jueces y en el grueso de la sociedad que lucha contra los destrozos de las danas, como bien es sabido. Se entiende que entiendan (todos ellos) que la Audiencia de Sevilla haya planteado una cuestión post y pre judicial como si fuese un torpedo togado, probablemente bendecido por el espíritu de Montesquieu y empuñado por una heroína anónima de la judicatura que osó enfrentarse a los falsos dioses.

Mientras ello ocurre, en las salas olímpicas se han sucedido escenas dignas de una telenovela venzolana, tan del gusto del indocto y el parásito bobalicón que, no obstante su incapacidad, sabe muy bien olfatear la alternativa al dinero que nadie quiere darle (y me refiero al Zapatero, sí): gritos, mails reenviados, aspavientos, conspiraciones internas, alguna mirada asesina entre compañeros... Eso es la neutralidad objetiva de Pompidou, quien en público solo habla de salvar la democracia, aunque para ello deba arrastrar por el barro a la pobre justicia enceguecida. En su reino de Mordor, solo hay espacio para un único anillo del poder: el del indocto que lo nombró.