viernes, 28 de febrero de 2025

La Memoria Histérica (o el Gran Circo de la Nada)

Recién arribado de los Estados Unidos, ese país inmenso que, en la actualidad, está ínfimamente gobernado por un inmenso, viejo y estúpido tontorrón, me doy cuenta de lo fácil que resulta transgredir la Historia para reconvertirla en historieta. Basta con que a nadie le importe en absoluto las consecuencias. El país al que regreso, España, es bastante peculiar. No porque haya dado al mundo a Cervantes, Velázquez o Goya, sino por haber logrado domesticar la Historia hasta convertirla en un género de ficción. Al menos en los Estados Unidos, donde sus ciudadanos no andan demasiado preocupados con las bobadas del tipo al que eligieron porque, enfrente, se extendía la vaciedad más absoluta, los escasos doscientos años de su historia no se reescriben cada cinco semanas (pero de este tema hablaré próximamente: aún no toca). Aquí,sí. Desde hace décadas, la llamada memoria histórica, rebautizada de muchas formas, todas ellas estúpidas, se ha convertido en el juguete favorito de una élite política de izquierdas y sin talento, que ha decidido que lo único que puede ofrecer a los ciudadanos es un teatro de sombras, un retablo de títeres donde la única verdad será la que ellos escriban para acallar, cuando no eliminar para siempre, las páginas recientes de un país donde lo fundamental es el fútbol, la playa y odiar al contrario.

Y ahí los tienen, oiga: titiriteros y marionetas, desempolvando cada cierto tiempo el espantajo de Franco, como ha sucedido en este arranque de año, lo mismo que si fuera un personaje de guiñol, resistente al paso de los años sin que nadie repare en que se trata solamente de eso: de un muñeco en el que uno esconde la mano, o los cables que mueven sus extremidades, para hacerle parecer lo que parezca más pertinente a cada paso. Aunque, bien mirado, estaba pensando que quien sigue moviendo los hilos no es el indocto o alguno de sus secuaces y turiferarios, sino el mismo Caudillo que murió en la cama y a quien veneraron millones de súbditos al estirar la pata. Se trata de un enigmático asunto de vida post-morten, con tintes paranormales, o para anormales (compre usted la blasfemia que mejor prefiera). Lo dudoso del asunto no es que algunos sigan creyendo saber vender este viejo cuento de la petaca, sino que todavía haya quien se lo compre y, por tanto, participe igualmente en el guiñol como trasunto de Polichinela, y vaya usted a saber quién le maneja los hilos. En cualquier caso, hace falta una clientela muy especial, moldeada por un aparato de propaganda que trabaja con la misms sutileza que un martillo pilón.

El problema, digámoslo francamente, no es Franco. El problema es que, sin Franco, lo único que pueden ofrecer (y están ofreciendo) es, lisa y llanamente, el desastre del desmoronamiento consciente de la entidad que les otorgó el poder.  La justicia se desmorona entre los desbarres del presunto Fiscal General, de quien ya nada queda de general y menos aún de fiscal, o las afiliaciones ideológicas del nada presunto presidente del Tribunal Constitucional, ese señor con aroma a museo parisino que, desde su situación, procede a parchear las resoluciones judiciales que le son desfavorables al chuloputas que nos desgobierna, y que son casi todas, por no decir todas. Y mientras todo ello sucede, Moncloa condona 15.000 millones de euros de la deuda catalana como pago a los socios independentistas que lo mantienen en el poder, garantizando que los separatistas sigan actuando con dinero ajeno, bajo la timba de extender la quita al resto de taifas, como si los dineros del reino fuesen cosa sencilla de socializar (que lo es) y de desfalcar (que también). Pero, pese a los muchos escándalos, que ahí siguen, y debido tal vez a su existencia, vuelven a enarbolar el cartel del "No pasarán", como si la democracia española estuviera amenazada por fantasmas distintos a su propia casta política. Franco y extrema derecha, extrema derecha y Franco. Y Ábalos, y la barragancita de la Jenifer, y los descoloques del Napoleonchu diplomático, o de la inculta que gestiona los dineros, por decir unos pocos, pues del resto desconocemos hasta el nombre.

En fin. éramos bienvenidos a la gran hazaña de la transformación de la memoria en un mercado de abastos donde solo se venden los productos que ellos eligen. Unos huesos aquí, una exhumación allá, una ley a medida para que los enemigos de ayer lo sean también hoy y mañana, un recetario de odio aderezado con discursos impostados y lágrimas de cocodrilo para que parezca que todo es por el bien de la democracia... Porque de eso va la cosa: de disfrazarse de héroes antifranquistas con ochenta años de retraso, en una España donde ya no queda ni rastro del dictador, salvo en las cabezas de los que lo necesitan como excusa para justificar su propio vacío. Y así fue como llegamos al gran circo de los cien actos, cien, cual fiesta pagada con dinero público donde los ministros desfilan todos ellos con cara de circunstancias, cual elenco de una película de Berlanga basada en un esperpento de Valle-Inclán. Prometieron aplicaciones móviles para jugar con la memoria, nos dicen, y juegos y dinámicas para aprender y disfrutar de aquella tragedia (la Guerra Civil como escape room)... La Historia convertida en un parque temático, con Franco en una atracción y el presupuesto público como tómbola. Lo más llamativo de todo es que, después de tanto bombo y platillo, nadie sabe exactamente cuántos actos se han celebrado ya ni cuántos se celebrarán. Ni siquiera el Gobierno ha publicado un calendario oficial. Lo que debía ser un gran despliegue conmemorativo ha resultado ser otro castillo de naipes: mucho anuncio, cero concreción. Pero claro, ¿para qué comprometerse con fechas y cifras cuando lo importante es simplemente que la propaganda siga sonando? Ni siquiera necesitan que se hagan los actos. Basta con que se anuncien.

Pasen y vean: el gran espectáculo del indocto. Solo apto para mentes anormales.

viernes, 21 de febrero de 2025

Sin tetas no hay cultura (ni divulgación)

Esta era digital que nos toca vivir no se aproxima, en absoluto, a la era digital que todos soñábamos cuando sucedió el advenimiento de lo web y el multimedia, palabras que ya nadie recuerda. Allá por 1992, para los pocos que teníamos acceso a las redes, entonces limitadas a universidades y centros de investigación, el mundo que se abría ante nosotros se caracterizaba, principalmente, por la proximidad, la generación de sensaciones de amistad entre personas distantes que compartían intereses anejos, y de un profundo respeto por el prójimo, evidenciado en modales exquisitos, y una exhibición de espléndida educación en cada una de las líneas que se intercambiaban. Había debate, había incluso disputa, pero siempre dentro de los límites propios de la dialéctica. El futuro estaba por explorar, y en él cabían todas las suposiciones y fantasías. La realidad no era una alternativa: era el sustento. Algunos buscaban en aquella lenta e incipiente internet una escapatoria a los males diarios, a las rutinas penosas, a los problemas que siempre surgen (la vida no es sino una continua resolución de dilemas, una ocupación constante en los más diversos asuntos). Había, ante todo, diversidad, como si fuese un ecosistema. Quien fuese un depredador (intelectual) en la vida ordinaria, lo era igualmente en los correos electrónicos y los foros de noticias. Quien, por el contrario, se sintiese estimulado por compartir, por ayudar, por enseñar, allí dentro acababa siendo objeto de los más diversos agradecimientos. Porque, fuera de las pantallas, todo seguía. La televisión, la radio, los coches, los anuncios, los periódicos... 

La era digital que nos toca atravesar, la real que se ha ido desarrollando a golpe de talones y de dinero, es de lo más lamentable y mediocre que se pueda concebir. No solo porque la creatividad parezca haberse rendido ante la fotocopiadora de tendencias (cualquier bien u objeto o idea que consumimos en las redes sociales tiene aspecto de haberse reciclado y empaquetado con la misma insulsa estética, las mismas inanes frases y la misma pose ensayada). Les pondré un ejemplo de lo más inocente. Tienen mucho éxito los vídeos de cocina donde miríadas de cocineros (profesionales o no, generalmente no) exhiben el modo de guisar un alimento siguiendo una receta (que, normalmente, no es suya propia). La estética es muy parecida a la de un videoclip de cuando les contaba cómo internet se desarrollaba tímidamente al margen de la televisión: edición rápida de cortes precisos (que ocultan los fallos); ingredientes que caen y se definen con gracia cinematográfica; planos de reacción forzados; guisos que se condimentan en proporciones matemáticas; limpieza a ultranza (algunos incluso cocinan siempre en un bosque, junto a un río con rápidos o una cascada de fondo); emplatados y presentaciones dignas de Juan María Arzak; y, por supuesto, el grandioso momento final en el que el chef de turno prueba su propio plato con una sonrisa de éxtasis tras degustarlo, con expresión de estar alcanzando el elíseo con aquello tan deliciosamente sobrenatural que solo él sabe crear (aunque "aquello" más bien parezca un engrudo infame y poco apetitoso). Aún no he encontrado un solo plato que dignifique la cocina como sí sucedía entre las ascuas de casa de mi abuela, donde los pucheros, viejos y deslucidos, se arrimaban a las ascuas lo suficiente para hollinar sus bases y replicar, en salmodia, los borbotones de lo que dentro se cocía, lo mismo patatas que garbanzos.

He puesto el ejemplo de los cocineros, pero es obvio que podría haber elegido otro cualquiera de los miles que hay.  Este circo digital de influencers (o youtubers, o tiktokers, o instagramers, o lo que sea como diablos quieran denominarse) ha perfeccionado el arte de la repetición y el plagio hasta el extremo: un fondo impoluto, un outfit casual (pero calculado), frases repletas de obviedades y, sobre todo, una actitud de sabiduría impostada hacia los espectadores. Es todo copia, no hay originalidad, no hay ni tan siquiera, talento para proponer algo novedoso. Qué más da. El mundo no busca la eternidad del intelecto, sino la infinitud de las cuentas corrientes. El mundo de las redes sociales solo brilla para quienes han sabido encontrar el camino del éxito, de la fama, del dinero. Los visualizadores anónimos, los espectadores que dejan sus comentarios y pulgares hacia arriba o corazoncitos de aprobación, son todos ridículamente envidiosos, o encefaloplanos, o simplemente envidiosos. Convierten a mindundis con gracejo (o sin él) en estrellas de un universo cada vez más colapsado y finito, y las empresas de la publicidad los convierten, a su vez, en millonarios. Ha cambiado el medio, pero no el contenido: lo que triunfa, es debido a la publicidad (lo mismo que en el fútbol o en la fórmula 1). De todo ello, he de confesar que a mí solo me atrae la exhibición de cuerpos perfectos que muchas muchachitas (o no tan muchachitas) tienen a bien incluir en sus idioteces. Las redes se han convertido en un escaparate de tías buenas (y supongo que de algún que otro musculitos, aunque por razones obvias esos no me atraen lo más mínimo) que, entre fotos de espaldas en la playa y tutoriales de cómo vestirse con videoclips, acumulan millones de seguidores en base a la más vieja estrategia de todas: mostrar carne, a veces sin necesidad de insinuar nada. Lo de menos es el contenido; lo importante es la pose. Da igual si hablan de dietas milagrosas, astrología para mentes dispersas o consejos de autoayuda de profundidad nula. La fórmula es siempre la misma: luz perfecta, sonrisa medida, carnes prietas y un mensaje que, con palabras rimbombantes, de esas que Paulo Coelho debió patentar en su día, no dice absolutamente nada.

Incluso asuntos tan aparentemente serios como la divulgación científica (o la histórica) ha caído en la misma trampa. De hecho, creo que es así desde que el astrofísico deGrasse -que es un señor negro que siempre que puede comenta que lo fascinó, siendo jovencito y estudiante, el grandísimo Carl Sagan- introdujo el famoseo en este campo. Como las experiencias astronómica y astrofísica son visualmente poderosas, por mucho que aborden conceptos para los que la mente humana carece de referencia (como el tamaño de las galaxias o el universo o los quarks), han encontrado en la animación por computadora y los minutitos de Instagram o TikTok su lugar perfecto para asombro del público que lo mira. Basta con ver los vídeos de Brian Cox, un inglés de dicción perfecta que explica, una y otra vez, los lugares comunes de siempre, los mismos contenidos que se han venido explicando millones de veces en miles de otros lugares. Y uno de los problemas más graves que tiene este tipo de contenidos (común a otros tipos, como la divulgación histórica) es el de disponer de la capacidad de reemplazar a los libros y artículos que son revisados y verificados por terceros antes de su publicación. Dicho de otra manera, el entretenimiento reemplaza a la profundidad y rigor científicos, primando lo visual y la emocionalidad de aquello que se dice, así como el empleo recurrente de científicos que, con independencia de sus trabajos profesionales, ahora resulta que funcionan muy bien en las redes sociales. Por cierto, si usted quiere un trabajo muy bien desarrollado de divulgación en la ciencia, puede consultar "Una historia de casi todo" del periodista y escritor (que no científico) Bill Bryson. Pero me estaba desviando: quería ejemplificar cómo unas aportaciones aparentemente serias, también quedan vinculadas a la intención de deslumbrar con sus planos visuales espectaculares, la música inspiradora (aunque todos casi siempre eligen al aburrido de Hans Zimmer y su torturante banda sonora para Interstellar, película que en mi fuero interno representa una de las más horribles abominaciones cinematográficas que se hayan pergeñado sobre exploración espacial), una atmósfera casi mística y el divulgador expresando lo que pronuncia como si de un profeta se tratara, repitiendo conceptos sobre el universo con una cadencia hipnótica. Sí, es bonito de ver, pero, sinceramente, prefiero las muchachas con poca ropa. ¿Realmente se divulga para aprender algo nuevo, para mostrar lo sabio que es el divulgador, o por consumir sedicente ciencia reconvertida en espectáculo?

Todo lo anterior sucede desde que los libros pasaron del plano físico, que dicen algunos, a ser estantiguas amedrentadoras de ufanos consumidores de información breve. Por ese motivo, y no otro, el ecosistema digital confunde monotonía y coherencia: el público exige certezas prefabricadas, aunque no estén verificadas, porque en su rebuznadora ignorancia, cree todo aquello que observa boquiabierto: lo mismo la planitud terrestre que las especulaciones inciertas de la física teórica (consideradas pseudociencia, por no poderse falsar). Es en este punto donde confluyen recetas de cocina, críticas de cine, y ciencia divulgada. Tan heterogénea representación de una "cultura McDonalds" solo puede significar una cosa: el mundo se ha vuelto indolente, más aún de lo que ya era, y en un ecosistema así proliferan las mamarrachadas tipo reguetón o trap (con su finura y lirismo al hablar de amor), tipo enésima receta de pasta a la bologensa, tipo exhibición vulgar (por el contenido) de cómo desayuna una gachí criada en vivero (nada vulgar, desde luego, y bien desatendida del "memento mori") para mayor bochorno de propios y extraños, que jamás lograrán ni desayunar así, ni alcanzar esas cotas de fibrosidad. ¿Para qué molestarse en desarrollar una opinión propia si el éxito proviene de reforzar la burbuja de un público complacido y resignado a partes iguales? Por descontado, los cientos de millones de consumidores de la basura de las redes sociales ignoran (o simplemente desprecian) que este conformismo empobrece, priva de los matices, impide descubrir enfoques inesperados. Si cada receta, cada reseña, cada influencer y cada divulgador han de encajar su mensaje en el molde predefinido de la vistosidad repetida, ¿qué nos queda? Una masa de contenido indistinguible donde el pensamiento crítico es un lujo en peligro de extinción.


viernes, 14 de febrero de 2025

Votos antisionistas

Uno no acaba de entender bien del todo por qué el empeño de buena parte de eso que llamamos el Occidente en instrumentalizar el conflicto entre Israel y Palestina. O mejor dicho, entre un país y un territorio cuyos ocupantes nunca quisieron aceptar que fuese el segundo país en liza, por quererlo todo, creando así el caldo de cultivo perfecto para que la belicosidad del no país sea llevada a cabo por organizaciones terroristas financiadas por terceras partes. Sé que esta cuestión se convirtió, hace tiempo, en un fetiche ideológico, un reflejo condicionado por la asociación de Israel a lo que muchos denominan el imperialismo yanqui, omitiendo asociar a los palestinos a lo que son: un pueblo procreador de todo tipo de terrorismos (si todo el pueblo de Israel, y no solo sus líderes, son imperialistas yanquis, ¿por qué no efectuar el mismo análisis de extensión a la parte islámica del asunto?). Para muchos, principalmente la izquierda occidental y buena parte de su derecha despistada (si no me creen, miren a España), Israel no es un país que disponga de una historia propia y una desafiante y compleja realidad geopolítica. Lo del imperialismo es suficiente, como si fuese única y exclusivamente una base militar estadounidense emplazada allá, en mitad de Oriente Próximo. Como los yanquis son los malos, los israelitas son los malos, que llevan oprimiendo al pueblo palestino (que los quiere matar) desde hace décadas. 

Da igual que argumentes que Israel es la única democracia liberal de la región. Siempre se presenta a los de Sión como un régimen opresor y genocida, y a los de Hamás como infatigables guerreros por la libertad de su pueblo, nunca como a una organización terrorista que persigue homosexuales, somete a las mujeres, impone su sistema teocrático y adoctrina a los niños en el odio. Fíjense si nos suena el cuento, que todo lo anterior se podría haber reescrito con las palabras España y Eta y hubiese servido igualmente. Lo que para muchos de nosotros es la inexcusable representación de las consecuencias que tiene haber perdido el norte, para ellos es otra cosa. En cualquier caso, quienes así piensan han perdido el norte hace mucho tiempo: en su obsesión ultraprogresista antiimperialista, son capaces de blanquear a quienes encarnan todo lo que supuestamente ellos venían combatiendo desde el advenimiento del marxismo como doctrina. Si ahora escribo la palabra Bildu, ¿verdad que sigue teniendo sentido?

Muchos estados árabes, lo expresen abiertamente o no, han acabado aceptando la presencia de Israel tras décadas de furia y obcecación. No se trata de un ofuscamiento religioso (judaísmo e islam son padre e hijo, como el cristianismo), sino étnico, racista. Los árabes ocupan todas las extensiones desde el shara occidental al golfo pérsico, y aun más, y los cuerpos extraños, como un cáncer, habían de ser erradicados. Me pregunto en qué momento a la izquierda le pareció fetén este adoctrinamiento. Si jamás han superado que Estados Unidos naciese como democracia (y no como un régimen absolutista, como los países históricos europeos, el nuestro incluido), y no les importa en absoluto mostrar su deriva autárquica en cuanto tienen la menor ocasión (véase, nuevamente, España), es porque siguen suspirando por la dictadura del pueblo (leninismo) e incluso por la tiranía del pueblo (estalinismo), entendiendo siempre como pueblo lo que ellos -unos pocos- desean que sea eso llamado pueblo. De ahí que sean incapaces de mencionar que en 1947 la ONU aprobó un plan de partición que habría dado un Estado propio a los palestinos, pero que dicho plan fue rechazado por los países árabes, quienes prefirieron dar tralla a los judíos y lanzar, con ello, una guerra de exterminio total contra el recién creado Israel, tierra del pueblo más masacrado de la historia reciente. Como tampoco mencionan que, cuando Israel se retiró de Gaza en 2005, en lugar de emerger un Estado palestino próspero, Hamás tomó el control e instauró una dictadura islámica que ha convertido la Franja en una base de operaciones para el terrorismo.

Por descontado, toda la miseria en que vive la Franja es provocada, para estos líderes tan izquierdosos y sabios, por la opresión israelí, no por responsabilidad de Hamás o la cleptocracia de la Autoridad Palestina en Cisjordania, posiblemente uno de los organismos más corruptos del planeta, con permiso de África y Sudamérica (o sin permiso). Pobrecitos los palestinos, tan víctimas ellos, tan pasivos, tan sufridores, tan oprimidos, tan inocentes. Qué villanía mostrenca la de los Estados Unidos, y unida a él como un clon, la israelí, pueblo malsano que no acaba de morir así los metan a todos en Birkenau. La izquierda, y buena parte de la derecha extraviada en su pensamiento socialdemócrata, no ha de dudar en alinearse con Hamas y, ya de paso, alguno de los regímenes más brutales del planeta. Vale, Maduro también, pero sobre Irán se sigue manteniendo un muy interesado silencio, aunque los ayatolás sigan ejecutando mujeres por no llevar el velo (y ni te cuento lo que harían con los elegetebeístasplus). Y los demás nos hemos acostumbrado a este desvarío. Y dado el índice creciente de derechistas extraviados, podría decirse que nos hemos acostumbrado mucho. SOlo así se entiende que apenas alcen la voz contra los crímenes de Rusia en Ucrania y, en cambio, si Israel se defiende del ataque terrorista más cruel y sanguinario de su reciente historia, se desate la histeria y diga de todo salvo un "se lo merecen", que es lo que realmente piensan (pero, por algún motivo, no aciertan a decir).

España, que es posiblemente el país europeo más a la deriva, derivando siempre hacia la hostilidad total contra la democracia israelí, impulsa iniciativas contra Israel en la ONU y permite declaraciones abiertamente antisemitas en el Congreso, por no hablar de la política exterior. Luego lo quieren concretar puntualizando que su antisemitismo no es tal, sino que es antisionismo, pero cuando abren la boca, lo estropean todo incluso más. En Francia, otro que tal baila, la izquierda cobarde y oportunista, y buena parte de su derecha extraviada, no ha hecho otra cosa que ceder terreno continuamente al islamismo con tal de asegurarse sus votos. Por eso, durante décadas, la élite progresista francesa ha permitido la creación de enclaves donde rige la sharía, donde las mujeres viven sometidas y donde la ley de la República es sustituida por los siempre imparciales y estupendos tribunales islámicos. Por supuesto, en nombre del multiculturalismo y el relativismo que, como sabemos, son los principales valores de los seguidores de Mahoma. Y podríamos seguir con más ejemplos, pero lo voy a ir dejando.

No es un simple error de juicio. Es una traición consciente (porque, su alternativa, es una aberración llamada analfabetismo inconsciente) de los principios fundamentales de la democracia. Será que los votos valen más que las verdades. 

viernes, 7 de febrero de 2025

Fanales para incultos

Dicen que vivimos en libertad, en una sociedad libre donde cada cual puede pensar lo que quiera. Faltaría más, añadirá alguien: el pensamiento era, por ejemplo, el único reducto de libertad que poseían los esclavos. Yo muchas veces pienso que este mundo es un dislate y que ese asteroide del tamaño de un coso taurino que ha decidido estrellarse contra el planeta representa una ocasión propicia para mandarnos a todos a freír espárragos, por decirlo finamente. Fíjense que digo "a todos", cuando realmente quise haber escrito "a los demás". ¡Tanto me molesta la gente con sus inculturas, analfabetismos, egoísmos y acomodamientos! Comenzaría por el trap, continuaría con el reguetón, seguiría con Netflix y acabaría con las juergas en la calle, por apuntar un plan de exterminio. Lo pienso porque me da la gana y porque puedo. En cierto periodo de mi vida, compartiendo pared con unos vecinos ruidosísimos de madrugada, ¡la de veces que me ensañé en las profundidades de mi pensamiento con ellos! ¡Qué notable ejercicio para la imaginación asesina más abyecta! Y qué bien me sentía...

Luego pensar, no está en entredicho. Es opinar, lo controvertido.

Imagino que hay gente por ahí, que no me lee, que no cree que vivamos tiempos de censura y persecución ideológica. Tal vez porque solo los islamistas extremos se empeñan en desarrollar y realizar formas de opresión tan aniquiladoras como son mis pensamientos en relación con los convecinos. La excusa perfecta para el advenimiento de esta era censoria es la protección de las sensibilidades ajenas y la dignidad de unas minorías sobreestimadas. No está mal el juego. En la creencia que el pensamiento de uno mismo es, realmente, el fanal que conduce a las naos perdidas al puerto, y que la confrontación dialéctica resulta insuficiente para mantener viva la llama iluminante, las masas se han acogido al señalamiento y la cancelación como formas inermes con las que eliminar (sí, eliminar) cualquier disonancia.

Europa evolucionó hasta superar la finura artística e intelectual del mundo árabe, allá a principios de la edad moderna, precisamente porque en aquella aparecieron voces que pretendían negar y cambiar los preceptos establecidos, mientras el islam siguió manteniendo la uniformidad en el pensamiento de todos sus fieles. Me pregunto cuánta gente, de entre los ensañados señaladores, han mostrado siquiera una ínfima porción de conocimiento de la historia. La libertad de expresión no es un privilegio. La posibilidad de disentir, de debatir y de confrontar ideas es lo que permite la evolución del pensamiento y el progreso de las sociedades. Lo de acordar que ciertas opiniones son inaceptables no por su falsedad, sino porque incomodan a quienes ostentan el control de los discursos, es una réplica estúpida de aquello que inhibió el progreso de algunas civilizaciones (y que, aun hoy, lo siguen inhibiendo, cuando no haciendo retroceder a dichas civilizaciones a tiempos muy pretéritos).

El peligro no es generar controversia. Es silenciar la causa de la controversia. Lo llaman regular el odio o la desinformación, pero todos sabemos que es falso (incluso quienes así se pronuncian). Es simple censura arbitraria. Y ocasiona autocensura en una parte importante de quienes querrían expresar una opinión contraria. Las ideas se combaten con ideas, no con prohibiciones. La creencia de que ciertas posturas son tan peligrosas que deben ser erradicadas solo demuestra una absoluta falta de confianza (en realidad, es analfabetismo) en los propios argumentos. Por descontado, el Estado no debería legislar sobre sentimientos ni erigirse en árbitro de lo que se puede o no se puede decir. Pero, claro, se preguntará usted, ¿entonces a qué se dedicarían los políticos que se creen los fanales de que hablaba más arriba?