viernes, 27 de diciembre de 2024

Nada que celebrar

Año Viejo. Año Nuevo. Qué viejos nos volvemos todos. Qué poco nuevo subyace bajo el sol. Podríamos hablar de cualquier parte del planeta, casi preferiblemente de esta Europa suicida y ciega, pero lo dejaremos -como siempre- en España, donde el festín de las uvas no sino otro acto más del inmenso teatro del absurdo que nos define, como sociedad y como forma de vida. Levantamos las copas y brindamos por un futuro que no existe, o que nos importa un comino, porque la cuestión es seguir tirando mientras el país sigue hundido en este lodazal de corrupción, de estupidez, de incompetencia y de cinismo al que todos nos adherimos. 

Un año más, en 2024 España ha demostrado que no es, ni de lejos, una democracia consolidada, sino un experimento dictatorial de los partidos políticos, esa colección de patanes, analfabetos y elefantes moribundos que, por tónica general, buscan apuntalar sus propios intereses, entremezclando los personales y los partidistas, algo que les importa mucho más que eso tan manido y cursi del bien común, o del servicio público, que decían antes, cuando aún conservaban una pizca de vergüenza ajena. Hogaño, no tienen ni lo uno, ni lo otro, ni les importa lo más mínimo. Democracia... bonito invento: una inutilidad que sirve tan solo con soñar que durante el cuatrienio siguiente podremos desalojar del gobierno al chuloputas que nos desgobierna ahora para dar paso al sosainas gallego ése, tan crepuscular y correcto, que por no tener no tiene ni la menor idea de lo que debería pensar como oposición. Pero sí: en algún momento habrá elecciones. Y en algún momento, el paranoico monclovita acabará con sus huesos no en la cárcel (adonde deberían ir juntitos él y todos sus diversos Consejos de ministros que le han transitado), sino en el oprobio, para mayor vergüenza de sus adláteres, sus partidarios, sus simpatizantes y demás residuos de la escorrentía intestinal presente. 

Votar, votamos. Algunos botan, otros se proclaman votontos, o botontos, que ya no recuerdo cuál de las dos inventé primero, pero la gran mayoría se limita a ahorrar algo para pagar a una Hacienda insaciable, máquina extractiva de primer orden aunque, realmente, no tengamos ni la más remota idea de cuál es el destino de los dineros que nos sustraen con atraco a mano armada. Aunque alguno de los rumbos sí los conocemos: van a mejorar las condiciones de vida de los vasquitos, de los catalanes y de los etarras que vuelven a casa ebrios de solemnidad y satisfacción, con el pueblo llano afín a sus monstruosidades, aplaudiéndolos como si se tratase de zalacaínes aventureros y no de meros endriagos de cuando los tiempos cavernícolas. Lo de los catalanes, a fuer de esperpento, no deja de ser esquizofrenia. Condecorados sus delitos con el honor de redactar las leyes que los eximen del talego, son el ejemplo más notorio del derrumbe ético de nuestras instituciones de gobierno. El gachó que le pone los cuernos a la bego cuando no está escribiendo redacciones de escuela para declararse hombre enamorado, lo vende a propios y extraños como una herramienta de reconciliación, pero no como lo que es: el pago para seguir mandando, aunque en puridad no mande nada. Algunos lo llaman pragmatismo político, saco donde cabe absolutamente todos los desvaríos de los mediocres (y hay unos cuantos, comenzando por los ministerios y acabando por los despachos ferrazosos), pero la única palabra que se le ajusta como un guante es traición. Aunque, bien pensado, ¿traicionar qué cosa? Eso de los principios fundamentales del Estado de derecho, moneda de cambio cuando no venta al mejor postor, es algo tan melifluo y blando que tampoco pasa nada si acaban junto al retrete para otros propósitos.

Y si la amnistía es pura corrupción política, la corrupción económica es pura absolución de los mediocres que la practican. No es un hecho aislado, y ya es bastante feo que tengamos un gobierno que huele a podredumbre por todas las costuras como para acostumbrarnos al espectáculo circense que tienen montado. Es algo tan grave como la indolencia e incluso la complacencia con que una gran variedad de medios de comunicación tienden a absolver a los encausados y al truño ese que duerme con la bego (si es que lo hace). Cuando una buena parte de la sociedad es capaz de atrincherarse de ese modo por salvaguardar la integridad de una ideología política proyectada en un caradura sin lecturas y sin cartilla, la cuestión es antes metástasis que resfriado. Pero nos venimos acostumbrando a no saber nada de nada, solo aquello que los vientos portan en sus aires, como los casos marroquíes, los casos venezolanos (con el otro imbécil de por medio: joer con los sociatas, vaya prendas eligen para gobernarnos a todos), los casos complutenses, los casos extremeños, los casos de las aerolíneas, los casos de la puta madre que los parió a todos... 

Oiga, me dirán mis caros lectores, sea usted serio: no insulte. Entonces elijo seguirles a ustedes la corriente y tratar de dirimir qué ha pasado con los fondos europeos, ese motor sin parangón que se vendió como eximio transformador de la economía española. ¿Verdad que da la risa? O veamos el panorama económico, esa historia de éxito que algunos venden (los gobiernos siempre venden como propios los éxitos advenidos) y que es más falsa que Judas. El crecimiento del PIB, basado en gasto público descontrolado y en deuda que no deja de crecer, es la máxima demostración de egoísmo que pueda concebirse en una sociedad humana. Y no solo egoísmo político: es el mismo egoísmo que las gentes comparten, a quienes no importa los desastres de un futuro (que no han de ver con sus ojos) ni las ruinas a que someterán a los descendientes si nada de todo esto cambia. Muchos lo defienden, y no solo desde el parlamento. 

Y luego está el cambio climático, el chivo expiatorio perfecto. En mi opinión, la inmensa mayoría de la gente, y de los políticos, piensa que es una cuestión que no se resuelve porque no nos da la gana, y no una consecuencia (lógica, desde ese punto de vista) de nuestro desarrollo humano. Culpar a una DANA por los desastres de Valencia, que dejó 231 muertos, es lo mismo que invocar la ira de Dios para castigar al pueblo por sus pecados. Se trata de fenómenos meteorológicos extremos, por supuesto, pero también se trata del resultado de décadas de negligencia. Tanto hablar del cambio climático, tanto hablar del efecto pernicioso de los gases de efecto invernadero, pero en treinta años (si no más) no se ha adoptado una sola medida para evitar construir en zonas inundables o paliar el deterioro de infraestructuras críticas. Las víctimas se quejan, y no con poca razón, pero sin una catástrofe sobrevenida jamás hubieran dejado de participar en la locura del cortoplacismo siempre que en algo los beneficiase. Los políticos priorizaron los votos y las licencias sobre la seguridad de las personas, cierto. Pero las personas votan a los políticos que habilitan esas prioridades y lo hacen sin rechistar. Culpar a un imponderable como el clima es mucho más fácil que asumir la responsabilidad de décadas de mala planificación y falta de previsión. ¿Para qué queremos gobiernos si son incapaces de mirar más allá del horizonte de sus años en activo? Ah, perdone usted, que ese es el trabajo de los técnicos y expertos, de los funcionarios y de las confederaciones hidrográficas. Nada, nada: teorías conspirativas, veleidades del espíritu, panegíricos de ecologistas desorientados... 

Y así, y no precisamente callandito, llegamos a 2025: con un país igual de dividido que cuando comenzó el año que ahora concluye; con un gobierno cual asociación de imbéciles unidos; con medio Estado corrupto; con una oposición más perdida que un cascabel en una fábrica de cencerros; con una ciudadanía no sé si agotada o simplemente asqueada de todo. No habrá Año Nuevo mientras la política siga siendo un mercado persa donde los principios son moneda de cambio. No habrá progreso mientras el Gobierno y sus aliados sigan saqueando el Estado para mantener su poder. No habrá esperanza mientras la oposición sea incapaz de decir una sola frase que la legitime como alternativa creíble. España no necesita brindis ni discursos. Necesita una regeneración completa de la clase política y de la propia ciudadanía. Necesita volver a una ética basada en el compromiso, la transparencia, la ética y el interés general. Necesita recuperar los mismos valores que otros envidian y que ninguno ya siente como propios. España necesita una humanidad nueva. Y Europa también. Y los restantes países occidentales. Pero nada de todo ello ocurrirá en 2025. Seguiremos hundiéndonos en este círculo vicioso de corrupción y decadencia y estupidez generalizada. La política es solo manifestación de la podredumbre intelectual de las gentes.

Feliz Año Nuevo. Y seamos honestos: realmente no hay nada que celebrar.

viernes, 20 de diciembre de 2024

Navidades Festivas (o viceversa)

Parece un reloj suizo marcando las horas para el cinismo. Cada Navidad, los emisarios del progreso  mundial vuelven a la carga. Siempre encuentran tiempo suficiente en sus agendas para salvarnos a todos de nuestras propias tradiciones. Según ellos, nada tan opresivo como desear una "Feliz Navidad". De momento no han remitido un formulario de consentimiento mutuo e inclusivo entre felicitador y felicitado. Dicen que se trata de un acto de microagresión cultural. Hay que ser idiotas... La cuestión es que, como sustitutivo, proponen eso tan insulso de las "Felices Fiestas", que ya se empleaba también mucho desde siempre (yo lo recuerdo desde niño, pero era una manera de no repetir siempre lo mismo). 

Infinidad de individuos de cualquier edad necesitan pasar por la vida desproblematizándolo todo. Total, si los exacerbados wokistas derriban estatuas de Colón allá donde las encuentran, cómo no atreverse a algo tan cultural como es la Navidad, si justamente es la Navidad el saco de boxeo que más fácilmente se golpea... Convertir la Navidad en una suerte de cumpleaños genérico para toda la humanidad es la solución. Tal vez por aquello de suceder cuando el solsticio de invierno del hemisferio norte, que en el hemisferio sur, donde la Navidad es más celebrada, la cosa va de estío y buen tiempo: cuando el clima es bonancible, la gente no repara en estupideces.

Nuestras ciudades se van decorando de Navidad, pero evitando insinuarlo siquiera. En Barcelona, en el Raval, han colocado unas luces invernales tan acogedoras como una reunión de comunidad de vecinos. Sin nada remotamente relacionado con la Navidad. Solo formas abstractas que podrían estar festejando el último modelo de iPhone. Todo para no ofender a la populosa demografía musulmana que allí habita. En las escuelas, los niños tienen claro que se celebran los regalos y las cenas (razón no les falta). Me pregunto por qué no lo hacen en un McDonald's, ya puestos. Nadie pide que sean creyentes. Se pide ser consecuentes. En el Medievo, el Islam jamás practicó la duda en sus preceptos, razón por la que perdió el liderazgo que ostentaba en ciencias, artes, música y geografía. Europa, tan arrebatada de fundamentalismo cristiano, promovió un ejercicio muy sano de contraposición de opiniones, y de ahí provenimos. Qué menos que darse cuenta de ello...

El laicismo militante, primo amargado de la neutralidad, tiene por cimientos la apatía cultural. Ser culto es muy aburrido, además de muy cansado. Mejor aprender cosas en Netflix. Mejor subir fotos a Instagram. Mejor publicar chorradas en Facebook (¿aún existe?). Nos obsesionamos con no celebrar nuestras tradiciones y el islamismo, que ni siquiera se esfuerza en disfrazarse de multicultural, va imponiendo las suyas a causa de ese complejo de culpa crónico que padece Europa. España, siempre dispuesta a llegar tarde a todo, se ha subido al tren con entusiasmo,  tanto a derechas como a izquierdas, alimentando su propio vacío cultural con folklore reinventado, alcaldes tontainas, y desprecio a lo propio. El consumismo, por cierto, jamás desaparece (pero todos se quejan de él, aun practicándolo). En otros países empiezan a entender que, sin una identidad clara, las sociedades se derrumban. En España, esa cualidad parece exclusiva de catalanes desquiciados y vascos otrora terroristas.

Este año me han felicitado ya las "vacaciones" en varios idiomas.  A mí, que soy ateo, me parece ridículo. A otros ateos, no sé. La Navidad es algo más que la conmemoración religiosa del nacimiento, hace más de dos mil años, de un Mesías, hijo de Dios o lo que fuere. La Navidad es una festividad sincrética. En ella se fusionaron diversas celebraciones que ya existían mucho antes del advenimiento del cristianismo: las Saturnalias romanas, que coincidían con el solsticio de invierno; el culto al Sol Invictus, que se celebraba el día 25 de diciembre y que el cristianismo adoptó como propia para equiparar esta divinidad solar con la figura de Jesús; la festividad del Yule, de los pueblos germánicos y la Escandinavia precristiana, que celebraban el solsticio, y que posteriormente fueron asimiladas al tiempo de Navidad cristiano. Pero no solo se trata de una herencia europea: la Navidad incorpora elementos culturales de Siria y de otras naciones de Oriente Próximo y Oriente Medio, cuya influencia en el judaísmo se transmitió posteriormente a las comunidades cristianas... 

Desde Europa y Norteamérica, aunque debiéramos exceptuar a la siempre devota México (no importa que invoquen también a ese esperpento llamado Grinch), la falta de perspectiva y el activismo exacerbado hacia una laicidad iconoclasta está derivando, como no podía ser de otro modo, en el desalojo acelerado de cuantas tradiciones o costumbres han venido tejiendo un modo de vida que otros ambicionan. Pero... ¡A quién le puede importar!, me pregunto yo. Usted celebre la Navidad, las vacaciones, el solsticio o lo que le dé la real gana del modo que mejor le parezca, faltaría más. Y si es usted alcalde, llene la calle de luces y respeto multicultural, nunca hacia la propia cultura, so pena de parecer inteligente. Los niños seguirán aplaudiendo las cabalgatas, las gentes visitando los belenes, y algunos acudirán a la misa del Gallo o a la taberna del Arquímedes. Por eso, déjenos en paz con sus pamplinas de ignorante secularizado. No necesitamos la misma matraca todos los años. A mi madre le encantaba la Navidad cristiana y eso es algo que, en la silenciosa oscuridad del alma recogida, contiene más sentido que todas las diatribas del mundo esparcidas por el orbe. 

Feliz Navidad.

viernes, 13 de diciembre de 2024

Constitución post-morten

Me he propuesto hablar hoy de la Constitución (hoy, sí: a tiro pasado, para no parecer a la moda, aunque vaya usted a saber en qué momento mis caros lectores leen estas columnas) sin mencionar explícitamente al Sanchupidez, así, entremezclando apellido con la palabra que rima con Sanchéz. No sé si podré.

Tampoco sé si comenzar diciendo lo resignado o lo irritado que me siento de comprobar las inteligencias públicas de nuestros políticos, tan aferrados a la estupidez y la degradación moral que podría decirse que lo son para aparecer algún día (alguno de ellos) en cualquier recuadro irrelevante de las enciclopedias almacenadas en Internet (donde cogen polvo lo mismo que las de las estanterías). Sus biografías, por descontado, las escribirán allí ellos mismos.

Nuestra clase política es, para los ciudadanos, redomadamente inútil: más inútil que un polo con sabor a mierda (con perdón). Son lo que son (inútiles) porque hay escaños en un hemiciclo que se tienen que rellenar con culos indolentes y pasivos. Son lo que son (mediocres) porque ni uno solo ha sabido proponer desde hace décadas algo que suponga una mejora indiscutible de nuestras vidas. Son lo que son (estúpidos) porque lo único que saben hacer es dividirse ellos y dividirnos a los demás, fomentar una insolidaridad regional desesperante y provocar el enfrentamiento continuado de la población. 

Todo ello es desesperante no solo porque se haya olvidado el propósito constructivo que debería liderar su empeño, que no es otro que posibilitar que seamos felices con lo que tenemos y lo que nos aguarda en el porvenir. Muy al contrario, todo su afán pasa por hacernos infelices ahora y en el pasado, destruyendo sin extenuación aquello que reescribió la historia de este país después una guerra civil propugnada el rechazo violento a unas ideas destructivas muy parecidas a las que hoy resuenan por todas partes. Hubo que elegir a un vulgar zapatero tras unas  bombas cruentísimas para percatarnos de lo fácil que es, en este país, abrazar el revanchismo insensato, por un lado o por el contrario.

Algunos llevan siglos emperrados en un independentismo tan mezquino como estrafalario. Otros, décadas mofándose de lo poco que les importa el resto de sus paisanos porque lo suyo es disponer de una fiscalidad parida en la noche de walpurgis de algún imbécil que quiso ser demasiado indulgente con los fueros medievales de quienes habían sido aplastados en la tercera guerra carlista (seguramente tal mentecato acabó siendo amonestado, de manera poco estética, por un belcebú con cuernos y rabo; pero esa es otra historia). Y, por acabar con este listado, los hay ahora que se han contagiado súbitamente del inopinado método para aprender idiomas y hacerse notar distintos ante la parroquia (cuantos más distintos todos, mejor): ahí están la promoción del uso del bable, el querer presumir de acento andalú  y el intento por convertirse en el mayor mastuerzo de Levante tras una borrasca destructiva. Por supuesto, los votos de todos estos últimos importan poco al Gobierno central (que no del centro), por lo que no dejan de ser fuegos de artificio revestidos de colores chillones. Para los primeros, los dañinos de verdad, los que solo piensan en atiborrar los estómagos de los suyos y recluir a los contrarios en gulags repartidos por su regional territorio (si no, al tiempo), esos enemigos de lo común y de la historia ven favorecidos sus abusos y tropelías con todo tipo de regalías, prerrogativas, prebendas y concesiones. Así, porque ellos (y los miles que los votan) lo valen.

Uno se resigna porque, incluso ante desgracias dantescas (danescas, debiéramos escribir) como las de Paiporta y otros municipios, la clase política en su conjunto, y es difícil excepcionar a ninguno, ha reaccionado del único modo que sabe: léase, incapazmente salvo para atizarse unos a otros con tan buena excusa. Hay quienes lo han dejado por escrito sin la menor contemplación. Todo ello nos devuelve la imagen de un reino dividido en subreinos de incapacidad probada donde los moradores de las praderas monclovitas se dedican sin escrúpulos a hacer lo que les viene en gana, ora sea medrando, ora sea dejando medrar, que toda suerte es poca para escapar de la medianía económica una vez que la indigencia intelectual ha quedado suficientemente probada.

Usted, caro lector, dirá que los políticos no son solamente los gobernantes y los parlamentarios. Bien cierto es. Políticos son todos aquellos que trabajan en los partidos, sean o no protagonistas, y casi extendería este sustantivo también a los afiliados (gran poder el de este colectivo: eligen a su exclusivo  representante y nos lo meten por salva sea la parte, como un supositorio, en las elecciones). A un lado y otro del Río Bravo solo se observan animales apacentados con hierbajos pseudo-políticos, sin viso alguna de civismo o pensamiento: dicho de otro modo, un atajo de sumisos lameculos del que más manda. Porque, oiga, no es solo en la ribera izquierda donde tal borreguismo planicerebral sucede (de la ribera derecha ya escribí la semana pasada).

La democracia constitucional no es otra cosa que un camino, no demasiado largo, hacia la renuncia y mansedumbre popular. No puede ser de otro modo cuando, sus organismos supuestamente más conspicuos, los partidos políticos, son cualquier cosa excepto democráticos. Que haya individuos en ese galimatías que llamamos "el pueblo" que sigan pensando en lo bien que lo están haciendo los suyos, es suficiente motivo para liarse a tiros con media España. Pero, en ese caso, estaríamos desandando el pasado para volver al año en que nació mi madre. Quién sabe: tal vez ese sea nuestro eterno retorno, nuestro ciclo perpetuo, matarnos los unos a los otros después de haber soportado a una panda de incapaces y a una chusma de sinvergüenzas.

Ustedes piensen lo que quieran (faltaría más): cada 6 de diciembre que pasa, el desánimo, aparte de cundir, deviene metastásico.

viernes, 6 de diciembre de 2024

Canción de otoño sin gaviotas

Este será mi último artículo (de momento) sobre esta cuestión tan atrabiliosa como es entender a los políticos conservadores de este país, quienes parecen tener más por costumbre venerar el poder de los socialistas que cuestionarlo a cada momento, como es su obligación cuando se encuentran en la oposición. Costumbre no solo atrabiliosa, también inveterada, a fe mía. Por fortuna, en tiempos recientes, una ayuso parece haberse percatado de esta desgracia y, por mantenerse firme en sus convicciones de contrapoder, ha encontrado finalmente su lugar. Parece un fenómeno paradójico, viendo como son sus correligionarios, tan sensibles y acomplejados, pero no me cabe la menor duda de que es la lideresa perfecta para este periodo actual, tan repleto de sancheces atrabiliarias hasta lo patológico.  

Su ascenso, antes que político, parece místico. Su grupo de apóstoles aún no ha decidido si es la Mesías de lo conservador o una vocinglera más vendiendo pescado fresco en la puerta del templo. La razón de esta duda nada cartesiana se halla, como queda justificado más arriba, en la actitud de los conmilitones -cayetanas al margen-. Porque la ayuso no es una mujer política como las concebimos habitualmente: responde a una narradora, que no una narrativa; a un espécimen capaz de simbolizar las ideas que defiende, y no un símbolo de lo que representa; una marca con denominación de origen al que sus enemigos ni siquiera saben cómo hacer frente por tanto mercado como les substrae. Los votantes peperos, dentro de su eterna búsqueda y el eterno retorno del próximo Aznar (praxis escatológica para quien aún no ha fenecido por mucho que sus ideas sí parezcan haberse depositado en lo más obscuro y tétrico del sarcófago místico), aún no parecen haber entendido que la ayuso es la respuesta a sus plegarias y no una síntesis del laboratorio político vigente, tan lleno de contradicciones como las que ellos parecen sedimentar en sus meninges. Fíjense, si no, en las restantes baronías, como la de Andalucía o Extremadura, tan similares a los despropósitos progresistas de las últimas décadas, que más que pastorear gaviotas, sus líderes lo que hacen es empuñar la rosa socialista, pero con la otra mano. 

Y se dirán ustedes: pero, ¿quién hizo a esta mengana? (iba a usar fulana, pero lo del fulaneo tiene mala semántica). ¿Tal vez aquel palentino que coincidera con ella en sus juventudes gaviotísticas que, arrastrado por el teodorico sin mesura (ni ingenio), cayó en perpetua desgracia? ¿Tal vez ese avispado periodista de la mar océana que, aburrido de pergeñar artículos en el norte castellano fue reclutado por un señor con bigote para servir de faro en la vorágine? ¿Tal vez el propio indocto que prontamente ha de sentarse en el banquillo como consecuencia de unos jueces sin parangón que, lejos de amilanarse cual lacayos agradecidos -y tiene unos cuantos, tanto en el Gobierno como en el TeCé-, le van a demostrar cuál es la mano que tira de la cadena? Esta ayuso es un excelente ejemplo de no-ficción, un personaje independizado de sus creadores que no busca autor ninguno porque escribe su propia historia, aunque de vez en cuando tenga algún traspiés, como lo de haberse echado un novio cutre y rico.

Encarna los valores básicos de la peña pepera, sus bases, que se dice ahora: bajar de impuestos, confrontar el cutre-socialismo, y ofrecer las tapas madrileñas como alternativa al apocalipsis. Es decir, justo lo contrario de lo que preconizan los parlamentarios del mismo signo en sus comparecencias. Por eso, lo más interesante de esta ayuso radica en sus votantes, quienes debaten si se hallan ante una deidad moderna o ante el martillo armagedónico con el que derrotar a las huestes contrarias (o ambas cosas a un mismo tiempo), tan escoradas a un izquierdismo banal y gritón e hipócrita que parece mentira que el palurdo gallego, visitante de ugetistas y aplaudidor de wokismos, no sepa aún lo que se le viene encima (principalmente a causa de sus naderías e inanidades). Al votante promedio del partido gaviotero le importan muy poco los crucigramas estratégicos de la calle Génova, perdidos definitivamente en cálculos de tránsfugas socialistas y esperas pacientes de que el barco se hunda: la ayuso es general zafada en trincheras y frentes de batalla, solo sabe vivir en fuego cruzado y siempre sale ilesa. 

Lo más ácido de esta historia es la falta de reconocimiento por parte de los suyos hacia todo lo que la ayuso representa. Ningún otro barón pepero se ha atrevido a convertir la confrontación en arte, la gestión en estrategia y la política en espectáculo. Tal vez porque carecen de talento, que es lo habitual. Por ese motivo los de la gaviota, con la sola excepción de la ayuso y la cayetana, llevan años atrapados en su propio laberinto, jugando a ser restauradores sin necesidad de romper molde alguno. ¡Con la que está cayendo! El gallego está amortizado desde el principio. Ni sé por qué lo colocaron ahí (otro punto flojo de la ayuso) y más le valdría retirarse a sus cuarteles de invierno, si los tiene, porque es la incapacidad manifiesta: él y su séquito de cucas y borjas y demás mediocres de medio pelo. 

Los votantes del PP no necesitan un nuevo Aznar. Necesitan, aunque aún no lo sepan, una ayuso que les enseñe a dejar de mirar hacia atrás, porque lo importante, lo relevante, es alcanzarle al indocto en el hígado por muchos sacos de arena que el chuloputas interponga en sus golpes (léase, el Ábalos a punto de ser imputado y creer saber ganar Madrid entera con otro turiferario de medio pelo).