viernes, 15 de noviembre de 2024

Votantes errados

Yo me lo pregunto en cada ciclo electoral: antes, durante y después. De hecho, voy conectando unos con otros hasta formar un enredo de colosales dimensiones que desprenda sensatez a la vieja pregunta de siempre, mas con renovada indignación: "Pero, ¿cómo es posible que la gente vote tan mal?". No es solo ya un reproche: ¡exijo explicaciones!. Y lanzo la cuestión porque, como bien saben mis lectores carísimos, yo jamás voto: me niego a insertar una papeleta dentro de un sobre en una urna dentro de un colegio (electoral). No pienso hacer lo mismo que los "otros", que "ellos": tanto si son votantos o bobotantes, como si son de otra cuerda. Llevo dentro el sentimiento, larvado muchos decenios atrás, de que esto de la democracia solo tiene sentido si se aplican mis propias ideas.  

Oiga, esto de las elecciones es un teatro donde los personajes, cuando portan etiquetas identitarias, tornan de semovientes (borregos, digámoslo claro) a inamovibles, cuyo objetivo último, como si en ello fuese la supervivencia de la especie, es seguir el ínclito objetivo del grupo con el que se identifican: sociata vota sociata; pepero vota pepero; voxero vota voxero; bilduetarra vota con bota... Y esa, y no otra, es la preocupación real: el dominio de los anejos, el sometimiento y opresión de los ajenos. Lo demás, lo que antaño creíamos que se trataba de las preocupaciones reales de la gente de a pie (economía, seguridad, educación...) no son sino paparruchas. Todos los temas acuciantes, y recurrentemente inquietantes, acaban enterradas bajo el ominoso peso de la turbia etiqueta. Ante la supremacía ideológica, las desviaciones no son opción, mucho menos legítimas: desviarse del consenso, de la narración articulada, es traicionar a la causa. 

Cuando la mayoría vota distinto de lo esperado (como ha pasado en USA, y como no pocas veces viene ocurriendo en España), el sistema (que no son sino los entresijos que rigen los aledaños, donde se cuece el poder y el dinero) entra en cortocircuito. Al menos hasta que es sustituido por otro. El sistema posee adláteres, e incluso turiferarios, de enorme impacto (pegada, que se dice en el balompié), y siempre bien pagados, preciados de su superioridad y no pocas atribuciones (bien regadas por el poder). Su reacción sigue el patrón clásico: primero agitan el estandarte de la incomprensión; luego el de la tristeza; después aparece la rabia; por último, el espectáculo. Yo, que no me aproximo a las urnas, resalsero de todas las alergias, sé fehacientemente que tampoco conviene acercarse a las redes sociales o a los telediarios: lágrimas, rabia y lamentos rebosan por doquier en ellos. A eso me refería con lo del espectáculo, notablemente bochornoso y vergonzante (recuerden a la menestra de Hacienda llorando por los días vacacionales que se tomó el indocto cuando imputaron a su doña). Al vencedor todo le vale. Pero los derrotados transforman su frustración en un victimismo donde el culpable siempre acaba siendo el otro: ese votante ignorante, manipulado, estúpido por decirlo claro. Jamás encuentran el problema no en los votantes, sino en las propuestas.

Esta teoría se ha visto corroborada con el triunfo de Trump, en Estados Unidos, a quien han votado hasta los propios demócratas. Pero yo solo pienso en España, en nuestra esquilmada piel de toro donde medran los enemigos y los idiotas. Dirán ustedes que no soy nada plural. No, no lo soy. Puedo permitírmelo porque no soy ideológico, o al menos no comulgo con la ideología de quienes representan (o eso dicen y creen ellos) las voluntades del pueblo así sea progresista (sociata, bilduetarra, juntero, tonto del haba...) o conservador (metan ustedes aquí a todas esas tribus melindrosas que pacen en la bancada del hemiciclo, sector derecho: todas tienen cabida). Me tienen unos y otros hasta los mismísimos cancanujos. Si uno fuese listo, y pienso que ya no lo soy (porque contradigo lo que pienso), bastaría con sentarse a aplaudir el deplorable espectáculo de la mediocridad y el declive que estamos padeciendo.