Este interminable asunto de los fornicios y barraganerías que salen a la luz así, como de repente, porque es tema candente desde la época del australopiteco e incluso antes, salvo por el hecho de que la inmensa mayoría de los animales de sangre caliente pasan de hablar del tema para concentrarse solo en la mancebía, que es lo enjundioso (tampoco es que sepan hablar, pero es lo de menos), este tema, digo, no deja de tener su punto de hilaridad. Dice una periodista: "tengo amigas que se han tirado a Errejón" (el uso de verbos vulgares confiere a este tema un atractivo cutre solo entendible desde la basicidad humana). Ya hay que tener mal gusto, pienso yo, el tal Errejón bien parece un colibrí desplumado, pero qué le vamos a hacer: fama, dinero y poder, son tres ingredientes tortuosos que siempre caminan de la mano de la barraganería, y también del connubio, pero menos, porque este último es decente, y por ende aburrido, y aquella primera suple de fantasías los ardientes corazones menores de los humanos.
El caso es que, por azares de la genética desarrollados durante dos millones de años, las mujeres sienten debilidad por los hombres poderosos. Y ricos. Y famosos. Aunque feos o idiotas, o ambas cosas al mismo tiempo (véase). Lo cual es estupendo, pero nos deja a los demás en el concierto estricto de las pasiones animales no alimentadas por los tortuosos ingredientes externos antes referidos. Es la erótica del poder, más fina y aguzada que el poder de la erótica, que por masiva, parece menos interesante de aparecer en los medios (tuve un vecino mecánico que se zumbaba cada día a una chavala distinta en su casa y jamás fue publicado tan portentoso quehacer en los periódicos). Una vez escuché que el soplagaitas que nos desgobierna llegó a desgobernarnos porque entre sus bobotantes se colaron no sé cuántos miles de mujeres exorcizadas por el atractivo del prenda. Me pregunto si los conventos, de repente, se han visto colmados de votantas expiativas, pero me parece que no. Una lástima. Aunque, oiga, aquel de Pontevedra era feo como él solo, y no sé si muy listo o no, pero vago de solemnidad seguro, y lo eligieron para, de inmediato, delegar casi todo en la chiquitina abogadesca aquella vallisoletana que dejó su bolso en el escaño que ocupaba el incansable lector del Marca cuando decidió que los designios de la nación bien merecían que él se fuera a emborrachar de whisky a un restaurante cercano. Y los conventos, a posteriori, no se llenaron tampoco. Hay gente que no tiene sentido del arrepentimiento.
El caso es que el caso Errejón vuelve a insistir, por si alguno se había despistado, en que el tránsito de cartujo a casanova es inmediato cuando las posaderas (como las ajenas en las que al parecer depositaba rayas de coca para esnifarla por darse valor en el catre) se acaban aposentando en un escaño o un sillón de alta administración: primero, porque empiezas a ser más conocido; segundo, porque se intuye que comienza a proliferar el parné; tercero, porque la gente es muy tonta. El andoba donjuanesco, al parecer, es bien cutre (y cínico) en eso del fornicio, pero digo yo que por ese motivo nadie debería ser inculpado o ajusticiado, aunque bien merecido lo tenga por otros menesteres igualmente sórdidos. A la cajera del supermercado le salió bien la cosa, y su andoba era tan cínico y cutre o más que el Errejoncete. Vivir para ver.
La culpa, en definitiva, del patriarcado. Aunque seas una calientapollas miserable y ruin, y te acuerdes tres años más tarde de que un individuo de baja estofa te echó de su casa después de habérsete tirado sin mucha gracia, casa a la que fuiste por voluntad propia pese a las evidencias que observabas de que el tipo era de pésima jaez. Pues eso.