No me canso de escribir acerca de los desatinos que comete un día sí, y otro también, la Comisión Europea en todo cuanto toca o cree que le compete, es decir: agricultura, sostenibilidad, medio ambiente e industria. Todo lo importante. Del resto también se ocupa, pero menos (véase la armonización fiscal y presupuestaria). Ese conventículo de burócratas, más interesados en ganar el premio a la corrección política que en resolver los problemas de los ciudadanos, salvo que para ellos el verbo resolver sea sinónimo de empeorar, ha conseguido algo inusitado: hacer que Europa avance a paso firme hacia la irrelevancia. En la decadencia ya está, desde tiempo ha.
¿Me habla usted de agricultura, caro lector? Los despachos de Bruselas, esas oficinas ocupadas por funcionarios con el ego hinchadísimo, muy preciados de sí mismos, se caracterizan por ser un lugar donde nadie ha visto un arado más que en Google. Su afición habitual, a lo que llaman responsabilidad, es la de dictar normas para asfixiar a nuestros productores agropecuarios. El objetivo, dicen, es «proteger el medio ambiente». Lo que no dicen es que convierten a los agricultores en mendicantes de subvenciones mientras los supermercados siguen llenándose con productos importados que llegan en barcos contaminantes, pero que, claro, no cuentan en la hoja verde de emisiones de la UE. Aplausos para ese brillante ejercicio de hipocresía.
¿Me habla usted de la energía, estimado? La transición ecológica, ese mantra que repiten como un rezo religioso, es un ejercicio de suicidio económico colectivo. Alemania, la otrora locomotora de Europa, decidió que era buena idea depender del gas ruso mientras apagaba sus centrales nucleares y, de paso, su competitividad. En España, porque somos así, colocamos a una talibana ecológica como Teresa Ribera, más fea que Picio por dentro y por fuera, famosa por su alergia a la coherencia: un día antinuclear, al siguiente pronuclear, siempre desaparecida cuando hay que dar la cara, como durante la DANA. Pero eso sí, allí está, suspirando por su carguito europeo de vicepresidenta inútil mientras los ciudadanos se rascan los bolsillos para pagar toda suerte de impuestos.
Todo esto, por supuesto, bajo la batuta de doña Úrsula von der Leyen, la cínica maestra germana del arte de no hacer nada en pro de los ciudadanos europeos. Su liderazgo se ha convertido en un cóctel indigesto que solo los bruselenses parecen saber tragar: tres partes de alarmismo climático, dos de corrección política, añádase toneladas de incompetencia. Úrsula no dirige la Comisión; la pasea convertida en un espectáculo itinerante de eslóganes vacíos y reformas pésimamente mal diseñadas. Cada paso que da ahonda en la conversión de la UE en un triste experimento de ingeniería social, que seguramente estudien con alucinación y fruición los alumnos del mañana, cuando no los invasores extraterrestres, mientras nuestros competidores –Estados Unidos, China, India– nos adelantan por todos los lados esbozando una sonrisa de suficiencia.
Y no olvidemos a Macron, el emperador sin corona de un país que lleva décadas anclado en su burocracia y su amor por las huelgas. El francés se dedica a pontificar sobre la grandeza de Europa mientras apoya todas y cada una de las políticas que la empequeñecen. Por su parte, Alemania, tras décadas de exportar coches y autosatisfacción, se enfrenta ahora a su incapacidad para adaptarse al siglo XXI. La pareja franco-alemana no lidera Europa: la hunde en un lodo de inacción, contradicciones y mediocridad.
Lo peor de todo es que no hay señales de cambio. La Comisión sigue obsesionada con ser la más verde, la más inclusiva, la más woke y la más lo que sea… nunca la más efectiva. Mientras tanto, los ciudadanos europeos, hartos de pagar las facturas de tanto desatino, miran con envidia cómo otros bloques prosperan sin cargar con el peso muerto de una élite política más interesada en las fotos de grupo que en el progreso real.
Europa no necesita más Ribera, más Macron ni más Úrsula. Lo que necesita es un baño de realidad, algo que –por lo visto– no llegará mientras sigamos gobernados por un ejército de burócratas incapaces de distinguir entre ideología y pragmatismo. Si no cambiamos de rumbo, pronto la UE será poco más que un anecdotario de lo que pudo haber sido y nunca fue. Mientras tanto, seguiremos pagando la cuenta de este circo en que han convertido a la vieja Europa.