martes, 8 de octubre de 2024

Israel tras 365 días

Un año ha transcurrido. Como viene siendo habitual en nuestro moderno mundo, tan aquejado de demencia frontotemporal, parece que sucedió hace mucho, mucho tiempo. No ayuda la terrible (y muy lamentable) confusión que se ha adueñado de la pulcra narración de los hechos. Hace un año que Hamás, ese amable (en boca de algunos) grupo terrorista pro-palestino, se dedicó a asesinar a ciudadanos israelitas a sangre fría, a descuartizar bebés, a violar y apalear a mujeres jóvenes de ese país, a dotarse de rehenes y parapetarse tras ellos como medio de los túneles de Gaza. Un millar muy largo, dramáticamente largo, de víctimas israelíes perecieron de la forma más horrorosa, cruel, despiadada y sanguinaria en que un ser humano puede perecer. Este hecho, que debería ser comprendido, aseverado y objetivado de manera precisa, se ha visto, no obstante, sumido en el discurso antisemítico cada vez más habitual de nuestro insufrible mundo actual. Uno diría, en un acto de prístina lucidez, que la infausta suerte de tantos inocentes habría de concitar el desacuerdo ante el oprobio vivido, que su aciago los haría merecedores de poder desvincular su memoria de la simpatía o antipatía que nos pudiese suscitar el gobierno del país en el que vivían. Pues no. Todo lo más, han sido vinculados con incoherente ternura (tan falsa como hipócrita) a la sedicente desdicha de los ciudadanos palestinos, equiparando con ello su destino como pueblo (un destino elegido por sus líderes en tiempos no tan antiguos, cuando estos practicaban también el terrorismo) con las atroces muertes de quienes perecen como consecuencia de una saña ciega e iracunda, que no distingue personas ni ideas, ni destinos ni orígenes. 

Por patético que pueda parecer, contemplado ya con ocelos extraterrestres porque una parte no ínfima de terrícolas hace tiempo que hacen ojitos a las consignas palestinas con independencia de que sean prudentes o no, este cáncer se ha extendido de forma parecida a como prenden los regueros de pólvora, y no debemos situarnos lejos de la ecpírosis final. Nuevamente, y es lastimoso contemplarlo y, peor aún, afirmarlo, parece que cada ciudadano israelí necesita definirse frente a los demás. Es imposible comprender el empeño de buena parte de las élites políticas del mundo occidental, esas que no dudan en arrastrar a las cobardes masas gritonas de siempre, cada vez prolíficas en su beligerancia, en adoptar adoptado como suyo el mensaje que unos terroristas sin escrúpulos lanzan al orbe siempre que tienen oportunidad, incluyendo en él una relación contable de sus infamias. Desde estas páginas hace tiempo que vengo denominando como tontos de solemnidad a quienes así se comportan y definen, pero todavía no he analizado la causa de tanta majadería que, si solo fuese estupidez, por mí bien habría de quedar en esa circunstancia: el problema es que se trata de una aberración que, por desgracia, la Historia ha concitado en más ocasiones de lo que sería aconsejable.

Finalmente, tras un noviazgo pleno a lo largo del cual la novia (o el novie) ha ido concediendo más y más audacias al antropoide novio. El fundamentalismo islámico y la progresía woke han arribado a una coyunda cuya intención de procrear es, curiosamente, la de destruir: destruir los derechos humanos, las libertades, el pensamiento racional... todo eso que espanta a los infectos novios. La corte de este bodijo nauseabundo se completa con no pocos organismos internacionales que, de serviles, se han convertido en rameras, incluyendo oenegés y no pocos medios de comunicación. Uno cree, aunque sea de pazguatos creerlo, que todo cambiará el día del futuro en que los asesinos islamistas se dediquen a masacrar a esta panda de bobalicones de progresía errática, y espero que no suceda porque primero nos hayan exterminado a todos los demás. Todos sabemos que la santa yihad no distingue entre unos infieles y otros, es una ley que yace entre las tinieblas de un medievo retrógrado que solo admite la sumisión como precepto. 

No sería mal epílogo contemplar cómo Isarel acaba con todos ellos (ya que los demás hemos decidido quedarnos de brazos cruzados, o sentados al paso de su bandera, como hizo aquel imbécil forrado con el oro del Orinoco).