viernes, 27 de septiembre de 2024

שִׁ֥יר הַֽמַּֽעֲל֑וֹת מִמַּֽעֲמַקִּ֖ים קְרָאתִ֣יךָ יְהֹוָֽה

La primera vez que estuve en Israel, cuando palestinos y judíos convivían en paz y amistad mutua pese a las dificultades de un Arafat cerril y embustero, me sorprendió muchísimo ver a mujeres soldado, enfundadas en uniforme de camuflaje, fusil al hombro, semblante serio (bellísimo: son admirablemente hermosas las mujeres de Judá) y total determinación para defender su tierra, sus familias y su credo. El primer varón con el que coincidí fue un taxista que me llevó del aeropuerto a Rehovot (media hora de vehículo). Cada vez que veía soldados durante la travesía, me recordaba que allí el servicio militar era obligatorio tanto para hombres como para mujeres, y que duraba dos años. Se le sentía asqueado. Yo le respondí que, en las condiciones de convivencia de Israel con todos sus vecinos, lo normal era que la población estuviese en un continuo estado de guardia, con reservistas movilizables en poco menos que canta un gallo (expresión atroz para quienes hemos criado gallos: no son tan breves como el adagio informa) o en un santiamén o en un periquete (o, como dicen en Chile, altiro, por aquello de llamar para la refacción a disparo limpio). La última hembra con la que coincidí en Israel fue una jovencísima policía de frontera que, en vista de las muchas horas de adelanto con que había llegado yo al aeropuerto, procuró la inspección más minuciosa y detallada de una maleta a la que jamás haya sido sometido. Creo que me tuvo más de media hora entretenido en ir descomponiendo las ropas y enseres que portaba en la valija (pasó mucho tiempo hasta que aconteció la llegada sincronizada de los primeros viajeros en fila ordenada). Al término de la indagación concienzuda, justificó su meticulosidad examinante (no, no se disculpó por ello) en el peligro cierto que corrían aviones y pasajeros por los actos terroristas. Pero si no vengo: me voy, argüí. No importa, replicó, ellos no entienden esas diferencias. Pese a la molestia, y créanme que es un engorro ir detallando uno a uno qué es cada cachivache que uno porta en los viajes (por eso lo mejor es moverse a lo Machado, muy escasos de equipaje), me quedé razonando para mis adentros que aquella chica tan guapa tenía mucha más razón que el indolente taxista. Ella estaba de servicio y yo era un tonto redomado: con gusto le hubiese invitado a tomar algo. Esa ocasión la perdí.

Muchos años después, cuando hasta los árabes sauditas admiten que llevan décadas haciendo negocios con Israel, pese a no haberlos reconocido en un mapamundi sino hasta épocas muy recientes, y muchos de sus convecinos han aprendido a moderar sus ansias eliminatorias (muchos, pero no todos: los tontos iraníes siempre se empeñan en ser el hazmerreír del mundo árabe), resulta que Israel se encuentra envuelta nuevamente en guerras: al norte y al sur, con los iracundos hamasíes y los airados hezbolanos, tan resueltos siempre a implantar el terror; también con buena parte de la prensa, con la ONU, con Amnistía Internacional, con todos los de siempre y con unos cuantos más, por añadidura, que por alguna extraña razón se confiesan turiferarios de los árabes terroristas, pero no (de ninguna manera) de los únicos ciudadanos que eligen democráticamente en la zona a sus gobiernos. Uno diría que a estos últimos, lo mismo si son actores afamados que atontados alelados como nuestro mastuerzo presidencial, mejor es no hacerles ningún caso, y aliviado me siento de que Israel me haga caso en esto que pienso, porque el peligro más inminente son los primeros, los terroristas, los exterminables. Sin embargo, al mismo tiempo, siento cierta consternación cuando leo que muchos ciudadanos israelíes piensan que su gobierno debería alcanzar algún de acuerdo de paz con los perros rabiosos que solo piensan en aniquilarlos a todos (antes de que se los extermine a ellos). Imagino que en esa sociedad, como pasa en la nuestra desde hace tiempo, cada vez hay más indolentes zafios como el taxista que guerreras audaces como la hermosa policía que me registró.

Hay situaciones que requieren que las personas, hombres o mujeres, estén entrenadas y armadas, siquiera mínimamente, y predispuestas al combate. Resulta épico morir por las propias ideas, especialmente si estas son la democracia y la libertad, pero ambos conceptos son desconocidos o reconocidos como némesis, por buena parte de los ciudadanos árabes. De tener que morir, sin remisión ni duda, mejor hacerlo por la sangre de tu propia sangre, por los hijos, por la estirpe que uno lega al futuro, ese país desconocido que refería Shakespeare, donde lo que sucede no es sino ensoñación y alucinamiento hodiernos, aunque tal cosa poco importe, porque llegado el momento, hay que saber ser humano. La antítesis, si podemos llamarlo así, se encuentra en la legión casi imbatible de quejicas con que se victimizan ellos alegando siempre el infausto destino de los demás, unos demás a los que desconocen, con quienes no quieren saber nada, pero que, usados con la debida manipulación ideológica, pueden resultar muy rentables para que otros parecidos piensen cuánta razón hay en sus palabras. En los humanos, lo de perro no come perro es una falsedad, un fingimiento y una hipocresía: ha despertado la bestia escarlata de siete cabezas, también conocida como wokismo en ciertos ámbitos, y comunismo de ricos en otros. A las pruebas me remito: Lo País reconoce la potente obra social de los terroristas de Hezbolá. Si eso, además de idiotez, no es también ruindad, qué hemos de merecer...

Lo sé: merecemos lo que ya tenemos. Un Sánchez, un Zapatero y siete millones de estúpidos manejando el cotarro. Y los del otro lado, ventando el viento.