viernes, 8 de diciembre de 2023

La preciosa religión de Alá

Zahoor es pakistaní y dirige una planta de perfilería y corte de acero en el este de Arabia Saudita. Es un gran tipo. Procede de Cachemira, donde el islam es tradicional, pero las gentes son amables y desprendidas, incapaces de actuar por codicia: ofrecen lo que tienen sin esperar nada a cambio, ni desear nada tampoco. Vive sin grandes lujos, tal vez el tabaco sea lo único extraordinario que se permite. Cuando regresa a casa, se detiene en una de las tiendas que pueblan la carretera hacia Dammam para comprar cigarrillos para él y algún chocolate para sus hijos. Le encanta su trabajo y se siente orgulloso de lo que ha conseguido hasta ahora. Además, vive en el país sagrado de su dios, Alá, y su profeta, Mahoma. “Es una religión preciosa”, asegura. Le respondo que, desde su origen, el islam se ha caracterizado por su poética relación con el destino, con la luna, con la bondad de las personas y el amor hacia la única divinidad que puebla los cielos. Mas, como a tantos otros musulmanes, le cuesta entender que su dios sea el mismo dios que el de los cristianos o los judíos, y que fue el pueblo de Israel quien, desde su exilio en Babilonia, desarrolló el concepto te un único dios verdadero. 

Le pregunto por lo que está sucediendo con el terrorismo islámico, tratando de suavizar cualquier referencia a Israel, pero dejando bien claro que, a diferencia de lo que algunas corrientes occidentales propugnan (Israel es diabólico y oprime a los palestinos por codicia y maldad, por lo que debe ser obligada a retractarse y abandonar los territorios que no le pertenecen), muchos pensamos que los palestinos, eligiendo el camino del terror y del acoso, y apoyados económica y políticamente por otros hermanos árabes y otros familiares islamistas, debieron aceptar en su momento tender la mano a la paz en vez de perseguir la eliminación de los territorios judíos, cosa que nunca pasará. Por eso derivo la pregunta no solo hacia Hamás, también al ISIS o Al Qaeda. “No son musulmanes”, me responde, “piensan que lo son, pero les han lavado el cerebro; el islam es la religión del amor y ellos han interpretado como han querido un mandato del Profeta porque, detrás, hay mucha gente interesada en la guerra, la destrucción y la opresión del propio pueblo, que les incita a ser extremistas y asesinos. Creen que hallarán el paraíso a su muerte, cuando solo encontrarán el cadalso”. Entonces pienso que hay muchos musulmanes escondidos tras el Corán y la resignación en la poética religión mahometana. 

Le pregunto por cómo van las cosas en Arabia, y me responde que no sería capaz de reconocer el país donde viví hace ya más de veinte años por tanto como ha cambiado. Finalmente los proyectos de infraestructuras, de creación de áreas turísticas, de desarrollo urbano y de consolidación de una actividad económica basada no solamente en el petróleo, ha prosperado. Al Khobar, donde viví, cerca de Dammam, se parece a las ciudades estadounidenses por sus amplias avenidas, sus edificios altos, sus grandes zonas verdes, y un cambio total en la interpretación de los servicios, no solo de la industria. Tanto es así, que en 2035 esperan acoger el Mundial de fútbol, y a buena fe que lo merecen. Para eso hay que avanzar un poco más, le digo, porque no basta con permitir conducir a las mujeres y aligerar la opresión de la abaya y el velo islámico: los turistas quieren disfrutar de las playas, de los parques, de una cerveza (asunto tabú, de momento) y, por qué no, de poder visitar también la Meca y Medina, hasta ahora lugares santos prohibidos al resto de religiones. Asiente en su respuesta y piensa que, lo mismo que él ha podido desarrollar su carrera y disfrutar de una vida familiar y religiosa que lo colma de felicidad, es posible que la sociedad árabe acabe convirtiéndose en un ejemplo incluso mayor y más paradigmático que Dubai, el emirato que, aun sin petróleo, nació de una aerolínea. Tendré que verlo, le replico. Inshala, es su respuesta.