viernes, 1 de diciembre de 2023

El apologeta

Soy de los que opinan que la complicidad con Hamas del indocto que tenemos por presidente es una apología del terrorismo en toda regla. Por supuesto, ningún fiscal incoará expediente alguno ante tamaño delito. La ley no es igual para todos. Debería, sí, eso nos dicen para que lo creamos, pero en esto pasa como en todas las cosas: es cuestión de dinero o de poder. Cómo no habrá apologizado que les faltó tiempo a los terroristas palestinos para aplaudir lo que consideran que era una postura clara y audaz. Yo diría que las palabras del psicopático dictadorzuelo resultaron una insolente impostura hacia Israel, pero en lo de la claridad he de asentir: no se puede decir de manera más nítida. 

Son muchos quienes olvidan que, en todo Oriente Próximo, la única democracia existente en el enjambre abrahámico es Israel y que los terroristas no tienen legítimo derecho a nada, como tampoco encarnan la voz del pueblo palestino. En este mundo moderno, la última ignominia es conferir representatividad a los asesinos o confundir su terror con las aspiraciones del pueblo pacífico. Que el desequilibrado es un tipo de una indignidad galopante, bien se sabe. Que no sea capaz de distinguir ya nada, solo se sospechaba. La indignidad es una cuestión casi privada del ignominioso. Convertirla en una cuestión de estado, y más aún afectada de impunidad, trasciende los límites de la ignorancia del iletrado que nos representa. El problema es que tanto se ha arrogado la libertad de hacer y decir lo que mejor le pete, por el impúdico interés del dinero, que ya todo nos parece la misma mierda. Y no lo es.  

Las diversas apologías del jeta que maldita sea el momento en que lo eligieron los suyos, retrotraen a un mundo que debió quedar tiempo ha olvidado. Y no lo está. De hecho, el mundo anda salpicado de guerras absurdas e ininteligibles, de líderes autárquicos que solo responden a su propio egoísmo, de un analfabetismo atroz que parece haberse instalado en cada esquina y en cada plaza. No hemos construido un mundo cada vez mejor: inventamos la tecnología y el bienestar y el imperio de las leyes para distinguirnos de nuestros ancestros, pero todo ello ni nos ha igualado ni ha acabado con las injusticias, los enfrentamientos y la ruindad. El poder ha fagocitado todos los avances incluso para combatirlos desde dentro y relegar ese concepto tan vagabundeado del bien común a un simple foro de escenario por donde hacer mutis para que los dictadores medren en el proscenio a su entero antojo. No sabemos abandonar la polaridad porque nos quieren eternamente enfrentados. Ya no queda universalidad alguna en el progreso (ni en la progresía): la política ha devenido una palindromía experta en darle la vuelta a todo lo que una vez fue sólido.