viernes, 7 de julio de 2023

Septième juillet

Mientras arrancan los festejos estivales, que en puridad tendríamos que decir que ya se habían iniciado, en Francia las llamas siguen ardiendo en este estío de incomprensible factura. Nos preguntamos si los albañares que atraviesan el subsuelo de esplendor y riqueza en el que nos decimos mover, no están recogiendo más inmundicias de las que pueden evacuar. Unos aluden a las profundas diferencias económicas que sajan un país acostumbrado a su opulencia, pero siempre las ha habido y, en esta ocasión, tal vez lo profundo no sea la indignación sino el hartazgo. Otros hablan de marginación y de tensiones raciales, cuando no religiosas, lo cual no deja de ser un contrasentido porque la marginación del distinto resultaba crucial en la fundación de ese país paralelo construido por los espectros árabes y musulmanes en forma de guetos cada vez más radicalizados y autárquicos. 

Al final, las calles han sido tomadas no por disturbados que buscan atraer la atención sobre sus problemas sociales, sino por auténticos criminales a los que solo mueve la violencia y una sed, un hambre insaciables de ver cómo aquello que los acogió, a ellos o a sus padres y abuelos, revienta de una puñetera vez. Los coches, a la hoguera. Los comercios, saqueados. Todo cuanto se encuentre al paso, destruido. Son los mismos violentos cuyas familias, durante décadas, se han beneficiado de eso que los políticos han venido a llamar bienestar, siempre transfigurado en toda suerte de ayudas y becas y dádivas cuantiosas, una red o paraguas o telón en forma de asistencia sanitaria y educacional, sin hablar de las inmensas oportunidades que todo ello derrama sobre estos espectros del pavor y la destrucción que han pretendido destrozar Francia por dentro.

Y todo porque un policía mató a un joven en un control policial. Lo cual no deja de ser un error que, como tantos otros oprobios con los que hemos de convivir a diario, no justifican en absoluto esta especie de nihilismo que se ha apoderado de las masas acomodaticias que, lejos de entrever un futuro, se divierten devastando el presente. Y está sucediendo en Francia, donde la habitual idiotez de los políticos, cuyos ojos son incapaces de ver otra cosa que caladeros de votos, ha ido dando más y más prevalencia a unas etnias y una religión cuyo único sentido para existir es vender la esclavitud como virtud teologal. El multiculturalismo es una patraña y la heterogeneidad un infierno si no se realiza de manera controlada. Muchos piensan yo entre ellos, que no les está mal empleado a los franceses por tantos años de hacer engrosar sus lorzas sociales  a costa de hacer oídos sordos a los llamamientos de quienes alertaban de lo que estaba ocurriendo.