viernes, 11 de noviembre de 2022

11+11

Sumados los ordinales del undécimo día del undécimo mes, como acostumbran niños y adultos, el resultado es este año en curso cuyo transcurrir volvió a torcerlo todo y no hay modo de prever cuándo dejará de hacerlo, seguramente de aquí a San Silvestre no por falta de tiempo para tamañas esperanzas, y si me preguntan declararé que ya no soy consciente de cómo empezó todo, si con un coronavirus o un putinesco ruso se desencadenó este derrumbamiento global que por todas parte asola (luego dicen del calentamiento), de ahí que entremezcle las causas y tienda a pensar que mejor estaba confinado, cuando no había que salir a la calle ni enfrentarse al mundo en ninguna de sus maneras, pasando las horas bajo el propio cobijo indagando en la mañana si aquella tarde todo volvería a su habitual locura y trasiego.

Seguimos padeciendo tiempos impropios y para sentirse zaherido y humillado en el pundonor que cualquier civismo debería vigilar en su paso por la vida, basta con observar una brizna del desempeño de la política y el famoseo, en lo suyo y en lo ajeno, que es de todos y no de nadie, cuando salpimientan con desasosiego las ánimas calmosas, y traigo para ello a colación un cierto año 1984 confundido con otro cierto año 1949 por alguien en cuyo futuro han depositado innúmeros votantes sus esperanzas de acabar con este sindiós que nos viene amargando los pepinos desde bastante antes de la pandemia oriental y los vientos de la guerra baldomera, que válgale el cielo (que es donde ejercen las estrellas), no pido que el susodicho alguna vez lo leyera, que muchos suponíamos que sí y resultó ser incierto, pero, coño, qué menos que disponer de una breve noción cuando callar no es lo suyo…

En fin, que me entretengo en frases proustianas sin ser asmático como el célebre escritor y parece que no digo nada, pero explíquenme de qué puedo escribir sin escribir lo de siempre que todos ya han venido escribiendo y, con seguridad, seguirán escribiendo, porque repito que la vida es un sindiós desde que nadie arroga a otros el derecho a reconvenir salvo que uno sea tan rico que dé asco serlo y le dé por meter la mano en la olla podrida donde se cuecen los guisos abreviados, o se esté religiosamente dedicado a joder a todos, como los nunca electos burócratas bruselenses y sus obsesiones de 7% con los coches que humean por el escape, y yo no soy ni porcentaje ni tubo, al menos hasta este mismo momento en que ni siquiera sé contra quién existo, de tantos enemigos como dispongo sin haberlos yo provocado.