viernes, 11 de febrero de 2022

Vacíos crecientes

Mucho se habla de la “España Vaciada”. A los partidos que campañean en mi Castilla (y León) se les hace la boca forraje con el postureo que facilita: lo mismo fotografiarse con un garrapo en brazos que junto a media fanega de trigo. Nadie especula sobre formas de volver a llenar esa España sin horizonte, adonde se regresa de jubilado porque se vive muy bien en los pueblos y dan asco las ciudades. Simplemente no saben hacerlo.

Los vaciantes que decidieron dejar de menguar migraron hacia Madrid o a la costa. Madrid da mucho por saco ahora, con la ayuso y todo ese despendole liberal en que viven allá gozosamente, pero entonces no tenía la potente industria de las vascongadas. Los vecinos de mi pueblo se acercaron por estos pagos mucho antes de que los batuasen por ley. Algunos se quedaron, quienes supieron adaptarse y contemplar un futuro imaginado. Otros regresaron porque ser mano de obra es más infeliz que ser semoviente. Aquellos maquetos de Salamanca tuvieron hijos charainas y otros de la eta, y nietos surferos en Zarauz. Ninguno ha de regresar al terruño para morir en la paz del campo vacío.

Los sucesivos gobiernos se aplicaron en las recetas liberales. Fuera trenes lentos, fuera autobuses escacharrados, fuera maestros de escuela. En las urbes hay coches, y metros, e incluso tranvías. Y universidades. Y cientos, miles de oportunidades para hacerse no muy rico, pero sí tener un buen vivir. El mundo rural es paupérrimo, andrajoso, pulverulento y huele a excremento de cerdos estabulados. Criar gallinas y tener huerto no es cosa al alcance de los urbanitas: primero les gusta y luego se disparan por aburrimiento o disforia (que se lo digan a aquel alcalde escopeteado de Fago, en paz descanse). Los pueblos son para el verano y sus evocaciones lastimosas. Si lo sabré yo que, año tras año, les doy la tabarra con ello en cuanto arriba el estío.

Por eso, que de repente se descubra la existencia de una España que siempre estuvo ahí, muriéndose, porque la van matando unos y otros en complaciente consenso, es de risa. Casi es mejor que la conviertan en parque temático, pero sin el rollazo ese de la historia regia porque la basca (aun siendo vasca) se lo pasa mejor con juegos entronados que leyendo letras diminutas de imprenta en un mural de observatorio. ¿A quién le importan ahora las motas? Casas rurales, barquitos, tirolinas y tiendas de recuerdos forman una buena distracción en la aburrida campiña. Y cuando por fin desaparezcan las aldeas, todos habremos salido ganando.