viernes, 18 de febrero de 2022

Frío ucraniano

Para un buen patriota ruso, el desplome de la Unión Soviética debió ser un desastre de proporciones bíblicas. Don Vladimir Putin, que lo es, representa esa raigambre indómita y rusa que desea devolver la antigua prestancia al país que una vez fue. Suenan tambores de guerra e inquieta comprobar que toda esa rabia pretérita sigue vigente y que sus consecuencias catastróficas (una guerra) se perciben allí como menos lesivas que la nostálgica indignación.

Rusia sigue movilizando fuerzas terrestres hasta la frontera con Ucrania, e incluso maquilla sus movimientos con falsas retiradas, pretendiendo ocultar el vigor de sus intenciones. Que Rusia haya invadido Ucrania en Crimea y en el Donbás, donde permanece desde hace muchos más años de los que recordamos, no invita a pensar que se conforma con colocar sus peones por donde quiera dentro de su territorio, aunque sea fronterizo. Al fin y al cabo, las fronteras, esos conceptos geopolíticos, son una suerte de río Estigia circunscribiendo el Hades.

Mientras tanto, Occidente sigue gritando, cada vez más fuerte. Acuñan sanciones, envían flotas de guerra al mar Negro, y cae en la rusa trampa de ofrecer un espectáculo diplomático que beneficia en todo al del Kremlin. Al menos mientras sus bravatas no traspasen lo amenazante. El recuerdo de cierto acuerdo firmado en Munich hace ochenta años, y lo que sucedió después, parece justificar oponerse a cualquier potencial intimidación territorial. 

Esta Rusia desencantada, arruinada, ensoberbecida por su pasado, finge ser superpotencia y se rinde a la paranoia de emular al otro monstruo decadente: su eterno rival. La legitimidad de los movimientos bélicos en aras de frenar la adhesión otánica de un territorio contiguo esconde la realidad subyacente. Allá en la prehistoria, al inicio de los años 60, el imperio yanqui reaccionó de forma similar a la amenaza de ver instalados misiles en sus propias narices. No ha pasado tanto tiempo como para creer que no es lo mismo. Y si a tal incongruencia añadimos el poder del gas y los precedentes ucranianos, entenderemos por qué Europa lava y esconde la ropa al mismo tiempo. 

Somos débiles, no indecisos. Por eso seguimos gritando. Mientras tanto, Rusia sigue dictando la narración del presente, señalando nuestra agresividad con una beligerancia que solo a Putin pertenece. Lo fácil sería acordar que Ucrania jamás será otánica. Y en esta ocasión, lo fácil coincide con la única solución admisible que puede preservar la paz, porque la alternativa es inimaginable.