viernes, 3 de diciembre de 2021

Sollozo otoñal

Flaquea el otoño en diciembre. Una vez, no hace tanto, le tuve mucho aprecio a esta estación singular, en la que amarillean las hojas de los árboles caducos y en las calles se agolpa la seroja. Lo aprecié hasta que, un buen día, advertí que el otoño, sin hacer ruido ni ensuciar el silencio, se fue llevando todo cuanto una vez he querido y fue mío. Me arrebató a mi padre, a mi madre, a Serafín, y en un postrero zarpazo se llevó incluso a mi pobre gatito. 

Ogaño (lo escribo sin hache) aporta a mi vida solo frío, este frío de nieve que anticipa el calendario invernal y proporciona a los amaneceres indeclinable rigidez y tiesura. Afuera, conforme escribo esto, llueve el otoño y se agolpa el silencio. Oigo el siseo de una lluvia leve. El agua se abate contra el jardín fingiendo ser escolanía, como si reservase las voces adultas para las grandes urbes, donde solo hay ruido e insomnio. Ahora vivo alejado de todo, perdido entre angostillos y motas que no quieren crecer porque no hay más sitio, y vagabundeo en vano pues no hay lugar en el mundo donde me pueda sentir a gusto.

De alguna manera he terminado sometido voluntariamente al destierro. Para muchos, una tienda cercana garantiza la continuidad de una vida tranquila y suficiente. Yo solo quiero mis libros. No para aprender, cosa involuntaria cuyo valor se supone: solo necesito desvanecerme del tiempo. Transito estos meses de otoño sin preocuparme por adquirir tempero, como si ahora mismo careciese de cualquier valor la sementera: que otros esparzan trigo y aprovechen este largo tiempo vegetativo. Sé que un cotejo justo de la realidad sentencia que, si me he venido adonde no puedo ser encontrado, es porque pretendo vislumbrar con ello alguna benignidad en la primavera de mi hijo, que se antoja muy dura (para él y muchos otros).

Decía que flaquea el otoño, porque los ciclos, para suceder, han de eclipsarse primero. En cambio, nosotros, humanos, somos lineales. No resurge el periodo vernal una vez concluido el invierno. Las vidas se desvanecen formando copos que caen sobre los prados hasta que no queda más frío en el cielo. Son otros quienes han de hollar y disfrutar de esos pastos jugosos que nuestra impronta ha concebido. 

Siento mortificación, si lo pienso con detención, y decido volver a aletargarme, enroscado como un ovillo para protegerme no del frío, solo del llanto. Este esconde un mirífico ímpeto, porque no proviene del quebranto: es sollozo de quienes pujan valientes por la vida, no de un corito atajo de cobardes.