viernes, 15 de mayo de 2020

Ignominiosas mentiras

El virus no está dando paso a una desescalada de la bronca política ni de sus ideologías más perniciosas. Asistimos, en mi caso con cierta perplejidad, a un asentimiento silencioso con la actuación del Gobierno frente a las caceroladas de quienes expresan su malestar con una situación que, gestionada con solvencia, nunca debió degenerar en lo que estamos padeciendo. Nos zarandean, nos hurtan libertades y derechos, con la arbitrariedad que concede la continua improvisación y, ¿aún quieren que callemos? Ya lo advirtieron, que debía combatirse el virus.
Y qué lástima, por favor, lo único que recibimos a cambio son un puñado cada vez mayor de mentiras. Desde lo de "los españoles necesitamos un Gobierno que no nos mienta", dicho por Rubalcaba cuando el infausto 11M, para ignominia eterna del último gabinete de Aznar, las mentiras han sido recurrentes en todos los gobiernos. Mintió Zapatero al negar la crisis, mintió Rajoy con todo el asunto de su tesorero, y miente Sánchez cada vez que abre la boca para hablar del coronavirus. ¿De verdad merecemos esto?
Hay mentiras políticas: en política solo se dicen mentiras para expresar lo que los demás quieren oír y hacer después lo que a uno le venga en gana. A los únicos a quienes debería espantar ese tipo de mentiras es a los adláteres y votantes de quien las profiere, y está claro que no es algo que espante. Pero otra cuestión son las mentiras que afectan, y de qué manera, a la sociedad en su conjunto. Como hizo Zapatero ante la crisis, Sánchez negó el riesgo de pandemia, mantuvo el 8M, permitió la llegada de aviones procedentes de zonas en cuarentena y tuvo la osadía de afirmar que apenas se producirían contagios en España pese a la información de la OMS que se hallaba encima de su mesa a finales de enero.
Evitaré contar el resto. Todos lo sabemos. A quienes horroriza un Gobierno capaz de mentir con todo descaro lo mismo a ciudadanos que a otros gobiernos, a la UE o a la OMS, nos espanta aún más pensar de lo que son capaces con tal de mantener al viento el estandarte de su demagógico marketing político. Este ejercicio continuado, casi patológico (o sin casi) de la mentira, en aras de inculcar una determinada propaganda, tan evidente que ha sido puesto de manifiesto por organismos de todo tipo, no hay que denunciarlo porque constituya un oprobio insoportable para quien profesa tal aborrecimiento de la verdad. Hay que denunciarlo porque ha costado muchas más de las 26.000 vidas oficiales y la ruina inmediata de todo el país.