El virus no está dando paso a una desescalada de la bronca
política ni de sus ideologías más perniciosas. Asistimos, en mi caso con cierta
perplejidad, a un asentimiento silencioso con la actuación del Gobierno frente
a las caceroladas de quienes expresan su malestar con una situación que,
gestionada con solvencia, nunca debió degenerar en lo que estamos padeciendo.
Nos zarandean, nos hurtan libertades y derechos, con la arbitrariedad que
concede la continua improvisación y, ¿aún quieren que callemos? Ya lo
advirtieron, que debía combatirse el virus.
Y qué lástima, por favor, lo único que recibimos a cambio
son un puñado cada vez mayor de mentiras. Desde lo de "los españoles
necesitamos un Gobierno que no nos mienta", dicho por Rubalcaba cuando el infausto
11M, para ignominia eterna del último gabinete de Aznar, las mentiras han sido
recurrentes en todos los gobiernos. Mintió Zapatero al negar la crisis, mintió
Rajoy con todo el asunto de su tesorero, y miente Sánchez cada vez que abre la
boca para hablar del coronavirus. ¿De verdad merecemos esto?
Hay mentiras políticas: en política solo se dicen mentiras
para expresar lo que los demás quieren oír y hacer después lo que a uno le
venga en gana. A los únicos a quienes debería espantar ese tipo de mentiras es
a los adláteres y votantes de quien las profiere, y está claro que no es algo
que espante. Pero otra cuestión son las mentiras que afectan, y de qué manera, a
la sociedad en su conjunto. Como hizo Zapatero ante la crisis, Sánchez negó el
riesgo de pandemia, mantuvo el 8M, permitió la llegada de aviones procedentes
de zonas en cuarentena y tuvo la osadía de afirmar que apenas se producirían
contagios en España pese a la información de la OMS que se hallaba encima de su
mesa a finales de enero.
Evitaré contar el resto. Todos lo sabemos. A quienes
horroriza un Gobierno capaz de mentir con todo descaro lo mismo a ciudadanos
que a otros gobiernos, a la UE o a la OMS, nos espanta aún más pensar de lo que
son capaces con tal de mantener al viento el estandarte de su demagógico
marketing político. Este ejercicio continuado, casi patológico (o sin casi) de
la mentira, en aras de inculcar una determinada propaganda, tan evidente que ha
sido puesto de manifiesto por organismos de todo tipo, no hay que denunciarlo
porque constituya un oprobio insoportable para quien profesa tal aborrecimiento
de la verdad. Hay que denunciarlo porque ha costado muchas más de las 26.000
vidas oficiales y la ruina inmediata de todo el país.