Este
año me complazco en leer o releer a Galdós. Escribió mucho, y bien, y su obra
nutre como solo los clásicos vigentes sustentan. Hay quienes defienden su
distancia respecto a Flaubert, Tolstoi o el mismísimo Clarín, de quien fue
contemporáneo y para quien la clave de la literatura consistía en su detenida
observación y recreación de la realidad, hasta “hacer olvidar al lector que hay
una cosa especial que se llama estilo”. Pero basta con uno cualquiera de los
cuarentaiséis Episodios Nacionales, y zambullirse en ellos hasta sucumbir a la
visión perfecta y lejana de una muestra de nuestra historia que para sí
quisieran muchos de los más afamados (y acaudalados) escritores de ahora. O en
esa maravilla que es Fortunata y Jacinta, donde cada personaje es un ser vivo,
autónomo, vislumbrado desde la mirada lejana e imperceptible, capaces de querer
como catorce a quienes los amen como dos. Y si escogen una cualquiera de sus
obras, en todas encontrará una saciedad tal que no le importará dejar de leer
para siempre (cosa que, pretendidamente, espero que no haga usted, caro
lector).
Han
pasado cien años desde su muerte en enero, en Madrid, casi ciego y obligado a
dictar sus invenciones literarias. Y en todo este tiempo, para muchos, aunque
lo oculten durante el centenario de su muerte, ha representado al escritor sin
ambición, republicano, anticlerical y prosaico, ortodoxo en su escribir hasta
tal punto que era rechazado simplemente por no ser innovador, por no disponer
de estilo. Nunca comprendieron las averiguaciones de Clarín y lo despreciaron. Por
descontado que, tras Galdós, muy pocos lograron imbricar sus páginas con el
resto de la novela europea. Y, puestos ya a ser dramáticos, de los actuales,
casi ninguno.
Algo
de ese huir y esa crítica queda aún latente. Por eso mismo parece que, para
arrimarse a Galdós, haya que ir provisto de una afilada guadaña y solo así atreverse
a cruzar el campo. Pero no es cierto. Basta con armarse de tiempo, ese bien tan
escaso en estos tiempos que corren. Porque tiempo es lo que Galdós narra al
contemplar, desde sus ojos, el ir y venir de la penumbrosa calle a los salones palaciegos
y de los salones palaciegos a la mísera pensión. Galdós elimina el tejado de
las casa y nos coloca un reloj de bolsillo en los pantalones. Como Dickens.
Como Balzac. Como Faulkner. Como tantos otros. Es posible que nosotros, los
lectores, provengamos del campo, pese a creernos urbanitas, porque ninguno
sabemos ver la vida como la vislumbró Galdós.