viernes, 10 de enero de 2020

Llamas en el sur


Los eucaliptos arden. Y arden mucho y muy bien. Es una especie arbórea perfectamente adaptada al fuego. Si el incendio no es catastrófico, de sus raíces brotan nuevas plantas a los pocos días de haberse este extinguido. De este modo sus brinzales avanzan, compitiendo con otras especies de una manera sumamente eficaz. En casa hervíamos sus hojas, coriáceas, cuando aún esta costumbre persistía, para combatir los efectos del catarro con vahos calientes y fragantes, porque sus vapores alivian y fluidifican la mucosidad. Contienen un aceite esencial de propiedades balsámicas y desinfectantes que, no obstante, acelera el fuego como si fuese gasolina. Y qué decir de su porte, altivo y característico, de cuyos troncos incendiados se destraban lascas enormes, volutas sembradoras de pavesas. Ante un incendio donde arden los eucaliptos solo puede hacerse una cosa: huir. Todo lo más, esperar que llueva y que amaine el viento.
En el hemisferio Austral, en ese inmenso continente antiguo que le da nombre, los bosques están ardiendo con una malignidad desconocida hasta ahora. Las gentes buscan refugio en las playas. Cientos de millones de animales han perecido. Las cortinas de dióxido de carbono se extienden por la atmósfera enviando el anuncio del Armagedón a las alturas. Pero ni las llamas, ni los cuerpos carbonizados de los koalas, ni tampoco los extensos pastos negruzcos donde otrora se alimentaban los vivos, son mensaje suficiente para frenar la codicia de quienes han plantado este árbol para conseguir no un planeta más verde, sino un planeta donde prospere la pasta de celulosa sobre una colcha de negra calcinación y enormes réditos.
Unos dirán que exagero. Otros, que esto no hay quien lo repare. Pero la realidad es que, en cualquier lugar del mundo donde haya eucaliptos y azote el fuego, su negrura será engañosa: pronto el fuste rebrotará. Seguramente, otras especies autóctonas, como los robles, estén renegridos, pero no muertos, y por primavera salgan hijuelos de las raíces. Todos ellos perderán la ancestral carrera por la luz del sol. Los árboles que crecen lentamente se verán sobrepasados por los eucaliptos y, en pocos años, estos desplegarán su frondosidad impidiendo que llegue el sol al carballo que, doce metros más abajo, trata de sobrevivir. Y así, con algo tan tenue como es plantar un eucalipto, se acaba con la majestuosidad impenetrable de los bosques milenarios. Y luego llega el fuego azuzado por el cambio climático…