Los
eucaliptos arden. Y arden mucho y muy bien. Es una especie arbórea
perfectamente adaptada al fuego. Si el incendio no es catastrófico, de sus
raíces brotan nuevas plantas a los pocos días de haberse este extinguido. De
este modo sus brinzales avanzan, compitiendo con otras especies de una manera
sumamente eficaz. En casa hervíamos sus hojas, coriáceas, cuando aún esta
costumbre persistía, para combatir los efectos del catarro con vahos calientes
y fragantes, porque sus vapores alivian y fluidifican la mucosidad. Contienen
un aceite esencial de propiedades balsámicas y desinfectantes que, no obstante,
acelera el fuego como si fuese gasolina. Y qué decir de su porte, altivo y
característico, de cuyos troncos incendiados se destraban lascas enormes, volutas
sembradoras de pavesas. Ante un incendio donde arden los eucaliptos solo puede
hacerse una cosa: huir. Todo lo más, esperar que llueva y que amaine el viento.
En
el hemisferio Austral, en ese inmenso continente antiguo que le da nombre, los
bosques están ardiendo con una malignidad desconocida hasta ahora. Las gentes
buscan refugio en las playas. Cientos de millones de animales han perecido. Las
cortinas de dióxido de carbono se extienden por la atmósfera enviando el
anuncio del Armagedón a las alturas. Pero ni las llamas, ni los cuerpos
carbonizados de los koalas, ni tampoco los extensos pastos negruzcos donde
otrora se alimentaban los vivos, son mensaje suficiente para frenar la codicia
de quienes han plantado este árbol para conseguir no un planeta más verde, sino
un planeta donde prospere la pasta de celulosa sobre una colcha de negra
calcinación y enormes réditos.
Unos
dirán que exagero. Otros, que esto no hay quien lo repare. Pero la realidad es
que, en cualquier lugar del mundo donde haya eucaliptos y azote el fuego, su negrura
será engañosa: pronto el fuste rebrotará. Seguramente, otras especies
autóctonas, como los robles, estén renegridos, pero no muertos, y por primavera
salgan hijuelos de las raíces. Todos ellos perderán la ancestral carrera por la
luz del sol. Los árboles que crecen lentamente se verán sobrepasados por los eucaliptos
y, en pocos años, estos desplegarán su frondosidad impidiendo que llegue el sol
al carballo que, doce metros más abajo, trata de sobrevivir. Y así, con algo
tan tenue como es plantar un eucalipto, se acaba con la majestuosidad
impenetrable de los bosques milenarios. Y luego llega el fuego azuzado por el
cambio climático…