viernes, 24 de mayo de 2019

Posverdades

Me pasó algo interesante el fin de semana pasado, durante el almuerzo que festejaba una aburrida Primera Comunión (todas lo son). Una señora sentada a mi lado alzaba la voz a su marido para que todos supiésemos lo mucho que había luchado en su vida a favor de los derechos de todas las mujeres.
Al principio lo dejé pasar: quería saber si decía haber conocido a Elizabeth Cady Stanton. Muy pronto comenzó a proferir toda suerte de desatinos, de esos que uno regurgita cuando asocia lo que uno ha visto con la épica de Mary Wollstonecraft a finales del XVIII o de las sufragistas en 1920, y no con los textos de Firostene, en épocas más contemporáneas, o con cualquier otro apunte de verosimilitud histórica. Para ella, fue la transición democrática la que abolió la prohibición que impedía a la mujer acceder a la universidad, razón por la que nunca pudo estudiar. Le repliqué que mi madre, mayor de edad cuando ella nació, estudió magisterio sin problema alguno, circunstancia que se viene repitiendo desde hace más de 100 años hasta el día de hoy, en que felizmente las mujeres representan más del 50% de los estudiantes matriculados. Ella replicó de inmediato que su época era muy diferente a la mía (solo me llevaba 20 años) y que mi madre seguramente había sido una ricachona con suerte, porque las mujeres solo se dedicaban a coser, si eran burguesas, o a fregar, si eran pobres. Casi pude escuchar los terrones removidos en la tumba de mis abuelos…
El marido, entonces, trató de conciliar. Y decir la verdad. Ellos llevaban trabajando en Tabacalera desde los 14 años porque no desearon estudiar (entidad por cierto donde siempre realizaron el mismo trabajo y siempre cobraron lo mismo el uno que la otra). Luego aquella mujer, realmente, nunca tuvo que luchar contra nada, que es lo normal: simplemente se dejó llevar por el cambio social, ese que se produce por la lucha verídica de unos poquísimos, la sensatez de quienes legislan para que las cosas mejoren, y la estoica pasividad del resto, que somos todos los demás. Querer imaginarse uno a sí mismo como adalid de la Revolución Francesa o la reencarnación de Emmiline Pankhurst es un ejercicio de estupidez muy de moda: algunos lo llaman posverdad. Pero a mí no me la dan con queso. Es una demostración de incultura y una absoluta falta de respeto hacia todos.
Si la experiencia personal es hoy en día un producto cotizado al alza, al menos que sea real y verídica: no una fabulación interesada.