Me
pasó algo interesante el fin de semana pasado, durante el almuerzo que festejaba
una aburrida Primera Comunión (todas lo son). Una señora sentada a mi lado alzaba
la voz a su marido para que todos supiésemos lo mucho que había luchado en su
vida a favor de los derechos de todas las mujeres.
Al
principio lo dejé pasar: quería saber si decía haber conocido a Elizabeth Cady
Stanton. Muy pronto comenzó a proferir toda suerte de desatinos, de esos que uno
regurgita cuando asocia lo que uno ha visto con la épica de Mary Wollstonecraft
a finales del XVIII o de las sufragistas en 1920, y no con los textos de
Firostene, en épocas más contemporáneas, o con cualquier otro apunte de verosimilitud
histórica. Para ella, fue la transición democrática la que abolió la
prohibición que impedía a la mujer acceder a la universidad, razón por la que nunca
pudo estudiar. Le repliqué que mi madre, mayor de edad cuando ella nació, estudió
magisterio sin problema alguno, circunstancia que se viene repitiendo desde
hace más de 100 años hasta el día de hoy, en que felizmente las mujeres
representan más del 50% de los estudiantes matriculados. Ella replicó de
inmediato que su época era muy diferente a la mía (solo me llevaba 20 años) y que
mi madre seguramente había sido una ricachona con suerte, porque las mujeres
solo se dedicaban a coser, si eran burguesas, o a fregar, si eran pobres. Casi
pude escuchar los terrones removidos en la tumba de mis abuelos…
El
marido, entonces, trató de conciliar. Y decir la verdad. Ellos llevaban trabajando
en Tabacalera desde los 14 años porque no desearon estudiar (entidad por cierto
donde siempre realizaron el mismo trabajo y siempre cobraron lo mismo el uno que
la otra). Luego aquella mujer, realmente, nunca tuvo que luchar contra nada,
que es lo normal: simplemente se dejó llevar por el cambio social, ese que se
produce por la lucha verídica de unos poquísimos, la sensatez de quienes legislan
para que las cosas mejoren, y la estoica pasividad del resto, que somos todos
los demás. Querer imaginarse uno a sí mismo como adalid de la Revolución Francesa
o la reencarnación de Emmiline Pankhurst es un ejercicio de estupidez muy de
moda: algunos lo llaman posverdad. Pero a mí no me la dan con queso. Es una
demostración de incultura y una absoluta falta de respeto hacia todos.
Si la experiencia personal es hoy en día un producto cotizado
al alza, al menos que sea real y verídica: no una fabulación interesada.