Cuando
aún existían las bibliotecas (quiero decir, cuando aún tenían sentido), me
entusiasmaba indagar en las anotaciones de los libros en préstamo. Yo era
incapaz de escriturar cosa alguna en ellos. Jamás he usado un marcapáginas porque entiendo que todo lo
que sucede en derredor de los libros es superfluo y no hay cosa más horrenda
que un innecesario marcador. Pero doblaba las esquinas de las hojas, para
recordar dónde dejé la lectura. Y pese a ello, nunca me atreví a escribir en un
margen, fuese o no mío el libro, salvo en los de texto, y casi tampoco. Los
consagraba con devoción: el doblez superior era litúrgico.
Si
las anotaciones eran idioteces, cosa que sucedía con frecuencia, tachaba de
idiota al ultrajador, imaginándolo embutido de ignorancia y sin respeto por
nada, ni tan siquiera por su mediocridad. Pero si el escolio era una glosa inteligente,
una acotación erudita, una referencia interesante o tal vez un apunte crítico,
cualquier cosa que enriqueciese lo impreso, entonces olvidaba de inmediato los ultrajes
porque el auténtico deleite consistía en aventurar algo de aquellos otros
lectores cultos y refinados, cuya existencia anónima se manifestaba en los
exiguos bordes donde muy poco cabía: de ahí lo valioso del hallazgo.
Esta
costumbre de las anotaciones al margen se ha perdido. Muchos ignoran que de
ellas nacieron los emoticonos y demás iconografía que impregnan los textos que
hoy nos animamos a escribir mientras golpeamos la pantalla de un teléfono que
ya no sirve para telefonear. Sírvase recorrer las cortesías de los volúmenes transcritos
por los monjes del medievo para comprobar esta afirmación. La contextualización
puede resultar difícil, pero dado el mortal aburrimiento de las obras
escolásticas, la intención no puede ser menos evidente. Que ahora empleemos los
divertimentos de antaño para comunicarnos prueba lo vano que se ha vuelto el
mundo de un tiempo a esta parte.
Si tuviese la oportunidad de enmendar aquel criterio
que me impedía anotar en los márgenes, hoy casi todos los libros de papel que alguna
vez he leído con entusiasmo contendrían acotaciones y comentarios en bastantes de
sus páginas. Pero mucho me temo que mi historia como lector acabará enterrada
en la misma indiferencia que mereció mi cobardía. Como lector soy intrazable e
inconjeturable, lo cual es penoso y por ello deploro la sacralización que ejercí
durante tanto tiempo.
Ahora todo lo que leo es digital y no hay cabida para escribir hipervínculos con bolígrafo. Una lástima.
Ahora todo lo que leo es digital y no hay cabida para escribir hipervínculos con bolígrafo. Una lástima.