La
Semana Santa de este año transcurre 80 años después del parte de guerra de Burgos
donde Franco daba por cautivo y desarmado al “ejército rojo". El
Episcopado español bautizó el conflicto como "plebiscito armado", si
bien jamás como una cruzada, pese a lo que tantos creen y repiten por no haber
leído aquella Carta Episcopal. Muchos nunca han perdonado tan gravísimo error a
la Iglesia, olvidando con su rencor a quienes desde la propia Iglesia
replicaron, con escasa fortuna, contra lo escrito en la carta de 1937. Porque de
igual modo que existe una fe distinta a los templos y oropeles, refugiada en la
voluntad de ayudar a los demás, de la que nadie se acuerda, también hubo una
Iglesia hace 80 años distinta a la afiliada al franquismo.
Es
curioso que la Iglesia haga estos días tan soberbio ejercicio de memoria
histórica remontándose a 2.000 años atrás, acaso para olvidar lo sucedido desde
hace 80. Es la Semana Santa un éxito para lo que en el siglo XXI se estila. Los
tambores y capirotes derrotan en dignidad y atención los bramidos de quienes
contienden en otras batallas menos escatológicas (de éskhatos, no confundan).
Una construcción mitológica a la española que, pese a su aparente inmutabilidad
(¿hay algo más encorsetado que la fe?), ha cambiado sorprendentemente con el
paso de los años hasta devenir arte y cultura. No olvidemos que la fe produce
fobias que el tiempo no cura y su materialización jerárquica unas pocas más: salvo
en Semana Santa, cuando salen las cofradías a la calle, como lo llevan haciendo
desde el siglo XVI, arrastrando representaciones escultóricas de una fe en la
que muy pocos creen.
La
Segunda República, con su agresividad y sus leyes laicistas, no pudo detener la
Semana Santa salvo en 1932. Hoy es poco probable que nadie quiera siquiera
poner fin a esta marea que refleja una religiosidad desesperada por no
extinguirse. El que no quiera verlas, que se vaya a la playa, o acuda a las que
gritan en favor de la república, o contra de España, o para declarar su fe en el
crudiveganismo, o simplemente el orgullo de su sexualidad.
Cada
loco con su tema, y todos por las calles requiriendo atención. Pero ninguna tan
admirable como la religiosa, con su silencio, piedad y muerte devocionados. Y
una teología contradictoriamente humana, magníficamente representada en los
versículos del oficio de Viernes Santo donde se dice: “Pópule meus, quid feci tibi? Aut in quo contristávi te? Respónde mihi”