Concluyó
mi última columna como concluye la novela que titula la presente. Con el grito
de los alcaravanes, aves de ojos amarillos.
Es "Alfanhuí" una obra de la que guardo grato recuerdo por su capítulo XVII, donde se habla
de la siega y del gazpacho que, con mucha gracia, preparaba el chiquillo echando
melón al tomate, la cebolla y los pimientos. Yo jamás he probado un gazpacho
con este ingrediente, pero sí he juntado manojos en las hacinas durante la
siega, porque no me permitían usar la hoz para cortar la mies: era yo muy chico.
Ahora son remembranzas de una época en olvido, si no olvidada por completo,
pero aquel capítulo, de una novela escrita mucho antes de mi nacimiento, eran
como latidos postreros de un corazón a punto de partir al reino de lo blanco,
donde se juntan los colores de todas las cosas: los amarillos de la siega
y los ojuelos de los alcaravanes.
Con
Ferlosio se sigue yendo esa época que ni tan siquiera esparce ya una sombra
liviana en los entresijos de esta otra, tan decadente y onfaloscópica (por
mirarse mucho al ombligo, aunque sin rezos hesicastos). Hogaño nadie sabe de la
siega: en puridad, ahora mismo nadie sabe de nada, salvo tres o cuatro, tal vez media
docena, donde apenas se distingue al recoleto del preciado de sí mismo. La
carestía engendra genialidad, insignemente representaba en el cascarrabias hijo
de Sánchez Mazas (aquel falangista a quien conocemos por una mala novela, pero
una excelente película, y no por una pesada novela suya vascongada de la que se
hizo una película aún peor). En contraposición, la opulencia solo produce
famosos, ricachones, envidias y frustración generalizada. Por eso a nadie hubo de
sorprender la reclusión voluntaria, en lo personal y en lo editorial (que no en
lo periodístico), de Sánchez Ferlosio. De hecho, es casi una enseñanza
eminente: huye, apártate, escóndete de los tiempos modernos, que no te
encuentren…
No
es el ensayo un mal lugar para guarecerse a partir de los 40, como sugería Pla.
Tampoco la hipotaxis (ni la parataxis), salvo que se tenga espíritu de sajón.
Por eso concluyo esta columna con una recomendación que contradice su propósito
inicial: no vuelva usted a “El Jarama” ni tampoco a “Alfanhuí”. Camine los pasos de Ferlosio
por sus artículos de opinión, repletos de vericuetos subordinados, precisión lingüística e
ironía (y mala leche). Quizá descubra a través de él, como descubrí yo, que
merece la pena odiar a Walt Disney por hacer hablar a los cervatillos y demás
animales.