Como
“sujirió” el poeta Mantecón, no hay en los dioses mayor sustancia que la habida
en uno mismo. Vientos como pájaros, pájaros como flores, flores como almas,
almas como dioses. Los buscábamos fuera de nosotros y resulta que nosotros
somos los dioses, en aristotélica potencia, cada vez más próximos a la
omnisciencia, cada vez más ubicuos (latente en la suicida aventura marciana).
El error de creer que existe un solo dios queda probado de forma antrópica,
relegando la moral y el mesianismo a cotas inaccesibles. Pese a ello, me sigue
agradando la Navidad, que ya pronto celebraremos. Todo esto pienso mirando el
calendario. Este año he olvidado el Adviento. Me reprochan que ya no cito
latinajos…
Mientras
afuera sigue lloviendo un frío nostálgico, contemplo mis pobres plantas ansiosas
de volver a ser ellas, sensuales y voluptuosas. Quieren verdear y florear, como
yo mismo (de otra manera) espero entre estas tinieblas absurdas del mediodía. Atisbo
malhumorado por la ventana y me dirijo a la cocina. Por ser el ambiente
propicio, me afano en colocar una cebolla entera y varias cabezas de ajo en el puchero
de las alubias, puesto a cocer. Dicen que me quedan espectaculares: será por la
sencillez que supone prepararlas. Cuando el peque llegue a casa disfrutará de
su plato favorito, con permiso de la rafinosa, y se obrará otro pequeño
milagro. A veces el paraíso, el Edén, es una comida bien sazonada: no sé quién
dijo que no hay alegría con la panza vacía. Como casi es invierno no
necesitamos la delectación de las flores, solo el glorioso apetito blanco del
estómago.
Qué
luz benigna para la vida y su eternidad sería este gris plomizo exterior, sin
soles que inviten a destacar, fuente de quebraderos de cabeza… El frío refleja
la lobreguez en que vivimos, cada vez menos absortos, lo público: la descomposición
política, la insolente repugnancia independentista, la corrupción que lo
hedionda todo, la estrepitosa vaciedad del Estado, la sociedad acomplejada por
la tiranía de la corrección… Nuestro país es un seco árbol de invierno. Nos
hemos tragado el cuento de la juventud eterna, con verde, oro y grana, sin
advertir que somos cada vez más viejos y más necios.
Qué
hartazgo espantoso. Prefiero volver al frío cabrón y a reírme de tanta mediocridad
como desfila ante nuestros ojos. O a echar un buen trago reparador. Pero,
¡diablos!, ¿dónde encontraré un bar sin WiFi que obligue a hablarnos unos a
otros como en 1995? Está todo perdido…