viernes, 10 de agosto de 2018

Titulitis

Mientras paseo con Queco al atardecer por estos campos de las Arribes del Duero, intento explicarle que ser científico, como ser cualquier otra cosa, no es cuestión solo de tener o no un título en el expediente que te valide ejercer como tal. Es, sobre todo, una actitud que puede permanecer en el tiempo, acompañando durante toda la vida, o desaparecer de repente para dar paso a otras inquietudes de la mente. Para él, un título es sinónimo de conocimientos: así se lo han inculcado en el colegio, que es beneficioso disponer de una buena formación. Para mí, un título ha pasado a ser algo instrumental: puede ser tanto un pasaporte a un puesto de trabajo como insignia de que uno merece respetabilidad intelectual. Para Queco, un título demuestra el bagaje que uno porta. Para mí, un título no es otra cosa que la manifestación de una ingente maquinaria de cuya calidad intrínseca conviene dudar.

Siempre recuerdo una anécdota de mi primera etapa como investigador doctor, en Edimburgo, donde entre una docena de magníficos colegas destacaba negativamente una joven catalana que se enorgullecía en voz alta de su grado británico en Físicas sin haber cursado una sola asignatura de Mecánica Cuántica o Física del Estado Sólido. En el Reino Unido podía atravesarse esta carrera vadeando todas las materias difíciles, asistiendo solo a las “marías”, es decir a las más fáciles. Decía que deseaba hacer el doctorado… y posiblemente lo hiciera, no lo sé ni me interesa, pero aquella chica (técnico de laboratorio con ínfulas) ejemplificaba lo que más tarde se impuso en Europa a la boloñesa.

Doctorados con los que enmendar un currículo anodino hay miles, casi todos carentes del más mínimo interés, como el de nuestro Presidente. Y quien habla de doctorados, habla de maestrías, o másteres que se dice ahora, como el famoso del novísimo presidente del partido azul. Todas estas engañifas académicas, de difícil eliminación, han sido incrustadas no por rigurosidad académica ni completitud formativa, sino por la necesidad de disponer para la vida de uno o veinte papelitos con los que demostrar, a quien quiera oír, que uno es ilustre aun sin serlo (en realidad quienes obran así solo se sienten redimidos de su mediocridad intelectual previamente exhibida).

Mientras haya profesores dispuestos a regalar un título y satisfacer la mentira, y mentirosos dispuestos a beneficiarse de ella, ambos con timbre del estado, en estas seguiremos: dando risa a derechas e izquierdas.