Hoy
(mañana, para mí) será un poco más difícil salir a pedalear por estas
carreteras de las Arribes del Duero. Ya aprieta el calor. Ahoga. Hasta hace unos
días podía sentir desde la bicicleta el sonido del aire agitando las copas de
los árboles, todavía repletas de matices verdosos, como si julio aún no hubiese
transcurrido. En la huerta las patatas van tardías. La tierra no está seca aún.
Dice mi madre que con unos pocos días de calor aplastante comenzaremos a
recoger los tomates a manos llenas. Habla de preparar gazpachos para consumir tanto
como hemos de recolectar antes de que pierda.
Pedaleando
el lunes, al describir una pequeña vaguada por donde las torrenteras cruzan una
arboleda bastante poblada, me sorprendió ver a un cervatillo. No era un ciervo
adulto, tampoco una cría. Solo vi ese ejemplar. Retozaba, íngrimo, lozano en la
espesura, en la parte más próxima a la carretera. Estaba mirándome pasar,
imagino que absorto en el zumbido característico de las ruedas dentadas, y
cuando giré la cabeza para mirarlo yo, echó a correr y a brincar por encima de
las medianerías con su inherente majestuosidad de cérvido. Daba gusto verlo.
Como las Arribes no es tierra de ciervos, sospecho que los dueños de las fincas
de por aquí están convirtiendo las antaño rústicas parcelas agropecuarias en
cotos muy privados de caza mayor, para que disfruten quienes presumen de
dinero, poder y rifles en las ciudades.
Pese
a este calor exagerado, es maravilloso rodar con el aire en la cara. Qué lejos
se sienten los ecos de cuanto está sucediendo: que si los taxis y su empecinada
guerra de cartel, que si la llegada masiva de inmigrantes, que si los
sempiternos nepotismos de la televisión... Pero no me apetece, hoy no. Hoy es tiempo
de agosto, de anticiclón y bicicleta, y de cierta melancolía transitoria a
causa del calor por cuanto proporciona pesadez y vejación del espíritu (por los
clásicos se sabe que las vacaciones, esto es, la pereza y la desidia son el germen
de todo mal), para lo cual suelen ser salvíficos los vinillos (parece que con
el diminutivo se rebaja el índice de alcoholemia), especialmente los blancos,
bien fríos.
Y ojo, por favor, con los caldos y las cañas, que son
lanzas arrojadas contra los cuerpos de quienes pedaleamos por las carreteras.
Esta canícula, que exhorta los cuerpos invitándolos al deleite y a la
disipación sin las siempre tediosas responsabilidades, también agosta los
cuerpos de quienes yacen bajo ella fenecidos.